Male reader x Carl Grimes
Carl Grimes, tu Carl Grimes, con el tiempo el cariño se había convertido en un amor mutuo, en un amor incondicional.
¿Pero que se hace cuando tenés todo el amor en las manos, y el amor de tu vida siquiera tienen corazón fu...
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EL SOL comenzaba a inclinarse, filtrándose perezosamente entre las hojas de los robles y los pinos, cuando la idea se clavó en tu mente con la fuerza de un mandato.
No podías posponerlo más. La pastilla. La risperidona. La necesidad era un zumbido sordo en la base de tu cráneo, un recordatorio constante de que el equilibrio que tanto te costaba mantener era frágil, químico, y dependía de un pequeño frasco de plástico que se estaba vaciando.
Maggie había desaparecido dentro de la casa, respondiendo al llamado de Andrea. La cesta de mimbre, ahora llena de huevos tibios y moteados, descansaba a tus pies. Un momento de calma, de normalidad casi robada, que se desvaneció tan rápido como había llegado. Miraste hacia el bosque. Daryl se había esfumado entre la espesura, pero su imagen, la determinación con la que escrutaba el suelo, quedó grabada en ti. Él iba a algún lugar. Él sabía moverse. Y si había una farmacia en algún radio, Daryl era, probablemente, la única persona que podría saber dónde estaba.
La decisión fue instantánea, impulsiva, alimentada por una urgencia que ahogó la voz de la precaución. Sin pensarlo dos veces, te escabulles. Dejas la cesta junto al gallinero y te deslizas hacia el perímetro de la granja, manteniéndote pegado a la línea de árboles como una sombra. Tu corazón late con un ritmo acelerado y familiar, el mismo de siempre que precede al peligro. Cruzas la cerca por un poste podrido, evitando el alambre de púas, y te adentras en el bosque.
Los primeros pasos son fáciles. El suelo está cubierto de una alfombra de hojas secas que crujen bajo tus zapatos, un sonido que te parece ensordecedor en el silencio opresivo. Avanzas en la dirección general en la que viste desaparecer a Daryl, pero él es rápido, experto, y no ha dejado rastro alguno. Pronto, la brújula interna que creías tener se desvanece. Los árboles se multiplican, todos iguales, una pared interminable de troncos grises y ramas entrelazadas. El sol, tu única referencia, queda oculto por un dosel cada vez más espeso.
La luz se vuelve verde y tenue. El aire se enfría. Has caminado quizás veinte minutos, o tal vez una hora—el tiempo se distorsiona entre la ansiedad y la desorientación— cuando el primer sonido te hiela la sangre. No es el viento. Es un quejido bajo, gutural, seguido del crujido inequívoco de una rama siendo pisoteada.