6- Fui el mayal del Señor

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   Lord John Roxton y yo doblamos juntos por Vigo Street y cruzamos los oscuros y deslucidos portales del famoso nido de aristócratas. Al final de un pasillo largo y parduzco, mi nuevo conocido abrió una puerta y giró un conmutador eléctrico. Una cantidad de lámparas que brillaban a través de pantallas coloreadas bañaron por entero el gran salón, que se iluminó ante nosotros con un resplandor sonrosado. De pie en el umbral y paseando la mirada a mi alrededor, tuve una impresión general de extraordinaria comodidad y elegancia, que se combinaba con una atmósfera de masculina virilidad. Por todas partes se mezclaba el lujo de un hombre rico y de buen gusto con el despreocupado desaliño del que vive soltero. Esparcidas por el suelo, había ricas pieles y extrañas esteras iridiscentes, halladas en algún bazar oriental. En apretada profusión, pendían de los muros cuadros y estampas que incluso mis ojos inexpertos reconocían como de gran precio y rareza. Bocetos de boxeadores, bailarinas de ballet y caballos de carreras alternaban con un sensual Fragonard, un marcial Girardet y un Turner de ensueño. Pero entre todos estos variados adornos, estaban desperdigados los trofeos, que trajeron con gran fuerza a mi memoria el hecho de que lord John Roxton era uno de los más grandes y completos deportistas de su época. Un remo de color azul oscuro cruzado con otro de color cereza sobre la repisa de la chimenea hablaba del antiguo remero de Oxford y Leander, en tanto los floretes y los guantes de boxeo que había encima y debajo eran las herramientas de un hombre que había ganado la supremacía en ambos deportes. Sobresaliendo como panoplias alrededor de la habitación había una línea de espléndidas cabezas, trofeos de caza mayor, las mejores de su clase halladas en cada rincón del mundo, con el raro rinoceronte blanco del enclave de Lado, destacando sobre todos con su morro altanero y colgante. En el centro de la lujosa alfombra roja había una mesa Luis XV en negro y oro, una encantadora antigüedad, ahora profanada por sacrílegas manchas de vasos y cicatrices de colillas de cigarro. Encima de la mesa había una bandeja de plata con utensilios para fumar y un bruñido estante de licores, del que mi silencioso huésped, con ayuda de un sifón que había al lado, procedió a llenar dos altos vasos.

Después de señalarme un sillón y de colocar mi bebida cerca del mismo, me alcanzó un habano largo y suave. Entonces se sentó frente a mí y me miró larga y fijamente con sus extraños ojos, brillantes e implacables; unos ojos de un frío color azul claro, el color de un lago de glaciar.

A través de la fina niebla de humo de un cigarro, distinguí los detalles de una cara que ya me era familiar por haberla visto en muchas fotografías: la nariz fuerte y corva; las mejillas hundidas y marchitas; el pelo rojizo oscuro que raleaba en lo alto de la cabeza; los crespos y viriles mostachos; el pequeño y agresivo penacho de pelo sobre su barbilla prominente. Tenía algo de Napoleón III y también algo de Don Quijote; pero había además ese algo que es la esencia del caballero terrateniente inglés, del agudo, alerta y franco amante de perros y caballos. El sol y el aire habían dado a su piel el vivo color rojo de la arcilla de los tiestos. Sus cejas eran tupidas y sobresalientes, lo cual daba a sus ojos naturalmente fríos una expresión más bien feroz, que se incrementaba con su entrecejo fuerte y fruncido. Era enjuto de cuerpo, pero de complexión sumamente vigorosa; en verdad, había demostrado a menudo que había pocos hombres en Inglaterra capaces de soportar esfuerzos tan prolongados. Su estatura era poco mayor de seis pies, pero daba la impresión de ser más bajo debido a la peculiar curvatura de sus hombros.

Tal era el famoso lord John Roxton como lo veía sentado frente a mí, mordiendo con fuerza su cigarro y observándome fijamente, en medio de un largo y embarazoso silencio.

--Bueno --dijo por último--, la suerte está echada, mi joven compañerito/camarada. (Pronunció esta curiosa frase como si fuese una sola palabra: «jovencompañeritocamarada».) Sí, usted y yo hemos dado el salto. Supongo que cuando entró usted en aquel salón no se le había pasado por la cabeza una cosa semejante... ¿eh?

El Mundo Perdido - "Arthur Conan Doyle"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora