La lluvia se acercaba y por eso Dalia había salido con su tía para meter la ropa seca a la casa. El viento removía los frondosos árboles que rodaban el campo y el cielo estaba gris.
–Vamos florecilla– decía su tía–, ya puedo sentir la brisa en mi cara y no quiero que mi ropa esté húmeda.
–No se preocupe tía Grace, ya llevo todo en mis brazos– levantó un poco el bulto de ropa.
–Dáselas a Lidia. Yo seguiré bajando las sábanas.
Dalia asintió y corrió hasta la casa.
Ese mes había aprendido muchas cosas junto a su tía y los trabajadores de ella. Preparó algunos platillos en la cocina (recetas de su abuela y que habían pasado a manos de su tía cuando ella murió); también aprendió a tejer bufandas aunque le salían torcidas.
El tiempo libre la aburría y apenas conocía a las personas que la rodeaban. Sus partes favoritas de las semanas era recibir, leer y escribir cartas. Las de su madre, que preguntaba por ella y tía Grace; las de Arienne, que le contaba algunos chismes o le preguntaba cómo iba la estancia tan lejos de casa; una carta de su padre preguntando como se encontraba y cuándo regresaba.
–Lidia– la encontró medio del pasillo hacia las escaleras–, mi tía me dijo que le diera esto.
–Gracias– tomó el bulto de ropa–, yo las ordeno.
–Por cierto, ¿Sabe dónde están las cartas que recibimos hoy?
–Están en el buró de la señora Fischer–. Dalia le sonrió en señal de agradecimiento y Lidia se despidió para dejar el bulto de ropa al cuarto de su tía.
Esperó a que desapareciera para caminar hasta la sala de la casa y abrió el buró. Sacó con cuidado las cartas que aún seguían mescladas con las de tía Grace y las facturas. Buscó una a una los nombres de los destinatarios hasta que apareció su nombre, pero con una tipografía diferente a las de su madre o Arienne. Frunció el ceño, cuidando que su tía no estuviera viéndola para que no la regañara por hacerlo, y leyó el nombre del remitente.
Abrió la boca en una gran "O" y la sacó, dejándola encima del buró y apresurándose a leer los demás hasta encontrar la que si era de su madre.
Tomó sus dos cartas y dejó las demás dentro del buró. La lluvia empezó a caer y su tía entró precipitada a la casa. Cerró la puerta a tiempo porque la lluvia se convirtió en una tormenta.
–Por poco y me mojo el cabello y las sábanas– señaló lo que traía en el brazo izquierdo–. Toma, llévaselos a Lidia.
Asintió y le sonrió. Metió lo que tenía en sus manos en su bolsa, tomó el vestido y subió las escaleras con cuidado.
<<Gracias señor– pensó– porque no vio mi cara sonrosada. No debí dejar mi abanico en el cuarto. Aunque prometí a mi madre que dejaría de usarlo tanto y para todo>>.
Entró al cuarto de su tía y dejó las sábanas en la cama mientras Lidia seguía afanada en su trabajo. Salió siguiendo el pasillo hasta su cuarto.
En la seguridad que le daba tener la puerta cerrada, se permitió abrazar las ahora arrugadas cartas que había metido rápidamente en la bolsa de su vestido.
Quería leer primero la de su madre, de verdad, pero le daba curiosidad leer la carta de Gerald. Había tardado en convencer a Arienne en darle su dirección a él.
–Es mi amigo –había escrito Dalia en la última carta hace una semana–, déjalo que me mande cartas, claro, si él quiere.
Tampoco es que Dalia haya querido enviarle una y que Arienne fuera la encargada de entregársela. Confiaba en ella, pero no con una carta tan... ¿Importante? ¿Especial? ¿Íntima? Que callera en sus manos. Miró las dos cartas.
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Girasoles para Dalia
Historical FictionEn una época indeterminada, cuando los bailes son la única manera de socializar y los vestidos nuevos son indispensables para las madres que buscan que sus hijas se casen; Dalia está esperando que su vida de soltera dure unos años más por el bien de...