Capítulo 23: Chile dulce.

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Si el sonido de un teléfono de madrugada ya suele ser mala señal en una casa, imagínate en mitad de la jungla, donde es el único que hay a kilómetros a la redonda, donde el acceso al mismo está restringido para llamadas que, bueno, perfectamente suelen ser por la mañana.

Normalmente el destinatario de esa llamada tenía el consuelo de que no se escuchara su nombre entre el barullo de voces dando instrucciones o cuerpos trabajando, pero la noche le pertenecía a los depredadores, y estos eran tan silenciosos que dejaban que las malas noticias retumbaran como lejanos

Los de la madrugada no tenían tanta suerte. Aunque las desgracias nunca se fijan en el ángulo de las agujas del reloj, que un teléfono te sacara de la cama parecía ser más grave que el que te sacara de tus labores. Por eso todos abríamos los ojos de a una, quedándonos quietos en la cama unos segundos antes de mirar a nuestros compañeros de cabaña y confirmar que no lo estábamos soñando. Y, cuando lo hacíamos, tocaba levantarse y salir hacia la oficina. Le lancé los pantalones a Luca, que me los había tirado justo antes de quedarse frito, y me puse los míos antes de salir. Con los pies descalzos del italiano siguiendo las huellas de los míos, bajé los escalones de la cabaña y me uní a la procesión fantasmal que se veía atraída por el teléfono como un séquito de marineros extraviados ante un canto de sirena que sabían que acabaría con sus vidas, pero al que no eran capaces de resistirse.

Nadie dijo nada en el larguísimo minuto en que el teléfono estuvo sonando, la tensión entre nosotros creciendo con cada timbrazo. Si era algo tan urgente que no podía esperar a despertar a quien fuera el encargado de responder, por fuerza tenía que ser malo. Nuestras cabezas se giraron al unísono como las de una manada de cebras que observan cómo un guepardo le da caza a una gacela cuando Valeria atravesó el patio del campamento, introdujo la llave de su oficina en la cerradura, y entró corriendo en el interior.

Los timbrazos dejaron de sonar y me di cuenta de que estábamos aguantando la respiración, unidos en una sincronía que no tenía nada que envidiar a la de las bandadas de pájaros que atravesaban medio mundo para encontrar aires más cálidos en invierno o las de los peces que se defendían de los depredadores convirtiéndose en un solo bloque. En nuestras cabezas retumbaba un coro de plegarias silenciosas que, sin embargo, no fueron lo suficientemente efectivas: Valeria salió con el semblante igual de sombrío como lo habíamos anticipado todos. Varios de mis compañeros tomaron aire sonoramente; yo no fui uno de esos. A pesar de que era incapaz de retener mi nerviosismo, tenía la certeza de que no diría mi nombre. Mis llamadas con Sabrae se habían dado por terminadas; nos habíamos prometido que no volveríamos a oírnos hablar hasta que no volviéramos a estar juntos, así que yo no esperaba que fuera mi nombre el que hubieran pronunciado al otro lado de la línea.

Aun así, estaba intranquilo. Después de todo, no es agradable que te despierten en medio de la noche y te den una mala noticia delante de una familia que has adquirido hace apenas un mes. Todavía no teníamos la suficiente confianza como para rompernos sin problema delante de un grupo tan grande de personas, con algunas de las cuales sólo coincidíamos a la hora de comer. Fuera quien fuera al que reclamaran, lo sentiría por él y sería de los primeros en ofrecerle mi apoyo. La fría distancia que había entre mis nulas posibilidades de ser reclamado y las de los demás hacía que se me diera la vuelta el estómago, pero no por mí, sino por ellos: se merecían estar aquí de pie y preocuparse por sus compañeros en lugar de por sí mismos.

Y entonces Valeria clavó los ojos en mí.

Y dijo mi nombre.

-Alec.

El único nombre que conservaba desde que había nacido. El único nombre que había sido siempre mío. Si hubiera dicho Theodore, si hubiera dicho Nicholas, si hubiera dicho Whitelaw o hubiera dicho Cooper, yo tendría una excusa a la que aferrarme; no había nacido con el primero de los pares ni seguía respondiendo a los segundos de estos. Pero Alec... Alec había sido siempre mi destino: mi don y mi condena a partes iguales. Significa protector, había descubierto de pequeño, y todo en mi vida había cobrado mucho más sentido desde entonces. Había salvado a mi madre, había salvado a mi hermana, había salvado a mis amigos, y había salvado a Sabrae.

S o l (Sabrae IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora