Capítulo 9: Promesas de oro y platino.

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Era una flor marchita. Un barco encallado en el puerto de una villa costera que se encontraba ahora a treinta kilómetros del mar. El esqueleto de una palmera secándose en medio del desierto tiempo después de que el oasis en que había crecido se evaporara. Un pájaro sin alas, una noche sin luna ni estrellas, ahogada por la contaminación de una ciudad cuyo skyline ni siquiera era bonito, ni memorable. Un museo clausurado al público, los cuadros tapados con un tapiz para protegerlos del polvo. Una banda sin oyentes. Un estadio sin fans. Un escenario sin actores. La concha de una caracola vacía y en la que tampoco se escucha el mar.

Él me había hecho esto. Me había quitado el agua. Había movido la línea de la costa. Había vaciado mi oasis. Había cortado mis olas. Había encendido cada farola y diseñado cada edificio para que fuera exactamente igual que el anterior. Había echado el cerrojo y había arrojado la llave al río. Se había puesto tapones. No había acudido a mi cita. Había cancelado el ensayo. Me había robado mi cuerpo y también me había robado mi voz.

Era la única explicación que le encontraba a haber dejado de oírme por encima de los susurros de mi hermana intentando tranquilizarme. Me había deshecho en un grito desgarrador en cuanto había colgado el teléfono, convertida de repente en el centro del universo ahora que ya no tenía la voz de Alec anclándome, aunque fuera solamente a esa ilusión de que lo que teníamos lo iba a resistir todo. Sentía cada cosa que me sucedía como si le pasara a un cuerpo ajeno que yo ya no habitaba: las manos de Shasha eran frías y tenues, su voz estaba amortiguada por los latidos acelerados de mi corazón, y la cama estaba congelada y húmeda de algo que no podían ser mis lágrimas.

Los muertos no lloran. Y yo estaba muerta por dentro. Alec me había matado, me había clavado un puñal en el corazón y me había abierto en canal, y yo... yo había tratado de excusarlo de todas las maneras posibles, diciendo que no lo hacía a propósito, que seguro que se trataba de un malentendido, que él no entendía lo que estaba haciendo y no relacionaba lo que manaba de mis heridas y se congregaba a mi alrededor en un charco como mi sangre.

Decía que sabía el tremendo dolor que me había causado, pero no tenía ni idea. Decía que haría lo imposible para remediarlo, pero no podía. Por primera vez desde que me había enamorado de él, había topado con un muro demasiado alto demasiado alto como para poder escalarlo.

No podía ser verdad. No podía serlo. Nuestra historia no estaba hecha para terminar así, con una llamada de teléfono y miles de kilómetros de distancia entre nosotros. Yo no iba a poder pasar página ni encontraría las respuestas que necesitara por muchas vueltas que le diera.

Aun así, enferma como estaba y total y absolutamente adicta a él, incluso en lo más profundo del pozo en el que me había sumido, estaba tratando de encontrarle sentido a lo que me había hecho. Alec sabía que no podía acercarse a Perséfone sin hacerme daño a mí. Alec sabía lo mucho que había sufrido por ella en Mykonos. Alec sabía el terror que había sentido yo al pensar que no era la primera. Alec sabía que necesitaba verlos juntos para comprobar si lo que ellos tenían era más fuerte que lo que teníamos nosotros.

Seguro que Alec también sabía que había algo uniéndolos a ambos, algo que se movía, era líquido y estaba vivo, como lo nuestro. Me había dicho que lo nuestro era dorado, pero en cuanto había dicho el nombre de la chica con la que se había convertido en hombre, la chica que lo esperaba cada verano y a la que él volvía como si fuera el puerto seguro donde se refugiaba después de una larguísima travesía de once meses, yo... yo me había dado cuenta de que había algo superior al oro: el platino.

Por eso me había dado su inicial en platino pero el elefante en oro. Porque me había enseñado un mundo al que sólo podía acceder con él, un idioma que sólo podía hablar con él y un cielo nocturno que sólo me guiaría cuando estuviera perdida si también me perdía con él. Yo le pertenecía a Alec. Le pertenecía como no iba a pertenecerle a ningún otro, y...

S o l (Sabrae IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora