Capítulo 55: Incendio de campeón.

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Alec solía hablar mucho de que yo tenía dotas curativas con él, de que sanaba sus heridas más complicadas y era capaz de tranquilizarlo en las situaciones que más le estresaban.

Lo que se le había olvidado comentar era que también curaba a mí. Y que él tuviera los mismos efectos positivos en mí que yo tenía en él sólo podía significar una cosa: que ganaríamos esa batalla a la que estábamos a punto de enfrentarnos, porque teníamos razón, y mamá y papá se equivocaban.

Éramos buenos el uno para el otro y nuestra relación nos hacía crecer, no menguar; sumaba, no restaba. Sí, era cierto que había momentos en los que me había causado un dolor inmenso, y momentos en los que ese dolor estaba por llegar, pero en general, sabía que tenía en él un compañero para toda la vida, una roca en la que apoyarme y un trampolín en el que saltar; vientos en los que propulsarme y una cama mullida en la que echarme a dormir cuando estuviera cansada. Que Alec me robara el aliento cuando se ponía jerséis como el que llevaba y también cuando se los quitaba no quería decir necesariamente que me fuera a impedir recuperarlo.

Su mano en mis lumbares fue lo único que consiguió que mantuviera la compostura mientras subíamos las escaleras del edificio en el que Fiorella tenía su despacho... y mamá su oficina. Había tratado de negociar con ella un espacio neutral en el que vernos, porque sabía que la ambientación del lugar ya condicionaba mucho cómo te sentirías allí y tu actitud, inclinando la balanza a un lado o a otro, pero cuando mamá trató de defender que el local no le suponía ningún tipo de beneficio, me había quedado callada y había mirado a Alec. Él estaba tumbado en la cama, un brazo por detrás de la cabeza, una revista en la otra mano que estaba ojeando con desinterés, apoyada como la tenía en su pierna doblada.

-Ella misma-había sentenciado mi novio, encogiéndose de hombros y no dignándose siquiera a devolverme la mirada, como si estuviera tan convencido de que las cosas saldrían bien que ni se iba a plantear siquiera una estrategia-. Yo me crezco en ambientes hostiles. Déjala que gane este asalto-me miró por fin-. Los que besan la lona después de llevarse el primer ring son a los que más les jode perder-y me dedicó su Sonrisa de Fuckboy®, la sonrisa que todos los chicos trataban de imitar y sólo él podía hacer bien-. Y son los que más disfrutas derrotando.

Me había consolado que viera, igual que yo, que mamá estaba tirando de todos los hilos a su disposición para asegurarse la victoria; que me dejara claro que no estaba volviéndome loca. Y me había encantado que Alec estuviera tan decidido a no dejarla sacarlo de sus casillas y perder la concentración.

Estoy en la final. Estoy en el último asalto. Defiendo el título. Tengo el oro, y no lo voy a perder. Ya no soy el novato. Aquí no voy a terminar subcampeón.

Tengo el oro, y no lo voy a perder. Tengo el oro. Y no lo voy a perder. Casi me había caído de rodillas cuando recordé la determinación en aquella frase, lo seguro que estaba de que todo iría bien porque él no permitiría que fuera mal.

Le había visto luchando por tantas cosas que confiaba plenamente en su determinación y resiliencia. Había luchado por graduarse y lo había conseguido, había luchado contra su ansiedad y la había controlado; había luchado por su vida y había regresado conmigo. Podría con esto.

Lo que me daba miedo era lo destructivo que sería el proceso, tanto para nosotros como para mis padres. ¿Seguiría viéndolos de la misma forma? ¿Podría conservar mi apellido después de esta charla o tendría que hacerme con otro? ¿Conservaría mi dirección postal o tendría que mudarme a otra casa? Al menos tenía el consuelo de que siempre tendría un hogar bajo el techo al que Alec llamara suyo, pero teñir tu infancia feliz con tintas oscuras que les den un toque amargo a todos tus recuerdos, incluso los más perfectos, siempre da un poco de vértigo.

S o l (Sabrae IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora