UNA DISCUSIÓN QUE QUEDA SIN FIN.

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El padre Santi, Vicepresidente Ejecutivo de Cáritas Chile, había sido designado por la Conferencia Episcopal para encarar al frente de su institución, el problema del Sida en Chile.
"Los enfermos de Sida constituyen un sector de la humanidad que sufre hondamente- decía la carta del Obispo, al concederle esta responsabilidad- vemos con dolor que entre nosotros se den tantas actitudes que rechazan y condenan a personas que sufren este mal. Sólo Dios sabe lo que sucede en el corazón del hombre y nunca podremos confundir el pecado con el pecador."
Esta preocupación por los enfermos y la preservación de una sociedad sana, física y espiritualmente, fueron las bases para que las autoridades eclesiásticas le asignaran la magna tarea.

No fue difícil motivar al padre Santi. Para quien llevaba treinta años con la misión de encauzar la promoción social de sectores marginales y ayudar a quienes estuviesen en situaciones dolorosas por catástrofes -como inundaciones o terremotos-, la trágica situación provocada por esta epidemia era un nuevo llamado de su Dios a emplear sus energías en una empresa gigante.
Para Gioconda fue el hallazgo de un padre diferente, en quien vio el dinamismo que ella admiraba. Un líder, un consejero y un orientador de singular claridad.

-Vivir, ¿por qué? No son mis palabras- decía el padre Santi- sino el lema de la IV Conferencia Internacional de la Pastoral de la Salud en la Sala del Sínodo del Vaticano. Allí vi a un enfermo de Sida dirigirse al Santo Padre, diciéndole: "Gracias por las atenciones y cuidados que efectúa en este campo y por los centros que han surgido, por su interés personal para acoger a quienes, como nosotros, por causa de esta enfermedad, se ven obligados a vivir fuera de casa". Me parece volver a verlo, con su voz castigada por la emoción y la fuerza del
corazón en cada palabra; en seguida agregó: "Quiero vivir porque he descubierto, entre otras cosas, mucha bondad en nuestro prójimo y el gozo que hay en una vida serena y limpia..."

Gioconda no había sido expulsada de su casa, pero sentía el aislamiento de quienes conocían su situación. Las personas que titubeaban al darle la mano, aquellos que se escurrían después de saludarla y corrían a lavarse obsesivamente para evitar el contagio. Sabía de otros portadores que no eran reconocidos por sus propios familiares. -"Queremos
vivir"- recalcaba el padre Santi-. Ésa es la respuesta de quienes tienen Sida. De quienes descubren que después de todo no están solos, cuando encuentran bondad en su prójimo y reciben nuestra confianza en que, con la ayuda del hombre y de Dios, podremos salir pronto de este camino de la muerte.
Tenemos la obligación de estar con ellos y juntos dar la gran batalla. Era una visión diferente del mismo drama, en que la angustia era reemplazada por la esperanza.
-Estoy de acuerdo contigo- le dijo Héctor, cuando la oyó contar, con prudente entusiasmo, sus experiencias en Santiago- pero sigo creyendo que la lucha está en los laboratorios y en los poderes del Estado. De poco sirven los consuelos y las esperanzas si este asunto se sigue propagando y contagiando a moros y cristianos. Lo que yo haría es ser drástico, obligar a un examen de Elisa a todos los que viajan, a los que se casan, a los que hacen el Servicio Militar, a los que ingresan a la Universidad. Y, lo más importante, instruir a la juventud para que use condones y no se exponga a contraer el Sida. Con algo tan simple como eso, ¿no estás de acuerdo?

-Sí, claro, es lo más simple.

-Lo más simple? No, Yoko. No es fácil hablar de canciones en una sociedad mojigata. Y, por eso, por la mojigatería es que no estamos preparados para combatir algo natural como un contagio sexual.

Se produjo un incómodo silencio. Ambos estaban nerviosos, tensos, especialmente Gioconda, como cada vez que se referían al tema.

-Mira, Tito, es verdad. Conmigo no usaron preservativo, pero he pensado mucho sobre esto. ¿Era esa la forma correcta de evitarlo?, ¿o lo adecuado hubiese sido no haberlo hecho? ¿Qué necesidad tenía de acostarme con él? Sólo el deseo natural, ¿no es cierto? Pero, ¿pude haberme negado? No me
caben dudas que sí. Muchas veces lo hice. ¿Por qué esa vez accedí? Sencillamente porque no me detuve y no me refrené como otras veces. Entonces, ¿esta maldita enfermedad la tengo porque no le pregunté si tenía el condón puesto o porque no supe contenerme cuando debía hacerlo?, ¿ah? ¡Dime! Yo lo tengo claro. Si no me acuesto con ese fulano, que para mí era indiferente, hoy no tendría Sida. ¿Me entiendes? Y eso... eso necesito decirlo en alguna forma. Y no voy a quedarme callada, porque no quiero que vuelva a ocurrirle a nadie más, ¿te das cuenta?

Donde Vuelan Los Cóndores- Eduardo Bastías Guzman.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora