YOKO ONO NO ES UNA JAPONESITA LEJANA.

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 A Yoko la vi por primera vez cuando flotaba vestida en la piscina de la Universidad.

Yo no soy partidario del mechoneo y de hecho no participé con mis compañeros, como muchos más que no compartimos esa forma de recibir a los nuevos alumnos. Pienso que la mayoría de estas burlas atentan contra la dignidad de las personas y sobrepasan la intención de las hromas, que nunca deben degradar. Pero no quiero extenderme en este punto, porque tendría mucho que decir y no guarda mayor relación con este relato. Ese día, al pasar cerca de la piscina, tuve la natural curiosidad de acercarme para ver a los mechones. Esta vez la mayoría lo estaba tomando con humor y eran más las risas que los lamentos o las malas caras.

Como en la Santa María hay un franco predominio masculino, siempre nos llaman la atención las nuevas compañeras; entre ellas había una que destacaba notoriamente, una muchacha aparentemente alta, de largo pelo negro, que reía y parecía dísfrutar de la situación. Yo estaba por irme y sólo me faltaba revisar el listado de libros del semestre. De pronto me encontré dirigiendome hacia la biblioteca, sin clara conciencia de este propósito y deseando, quizás involuntariamente, dejar pasar el tiempo y volver a la piscina. Cuando regresé, algunos de los mechones ya daban muestras de agotamiento, por lo que supuse que pronto los liberarían. Así fue y sin proponérmelo, al menos conscientemente, me encontré con la mechona que había estado observando. Caminaba lentamente con sus ropas estilando.

A la distancia, su figura me .recordó a la Yoko Ono,  la viuda de Jhon Lennon. Debe haber sido por su figura estilizada y el largo pelo negro que caía delante de sus hombros. Fue fácil imaginar que en esos momentos se preguntaba cómo volver a casa, así es que me acerqué y le dije que fuera al gimnasio, donde yo le podría conseguir un buzo.

Al verla de cerca, no tenía ningún parecido con la Yoko. Sus vistosos ojos eran cafés,. inquietos y alegres, en nada melancólicos como los de la japonesa; los suyos parecían reír constantemente.

Si definimos como atractiva a quien despierta admiración con su sola presencia, puedo afirmar que me sentí atraído desde que la vi por primera vez. Y cuando pude apreciarla mejor, admiré también su figura atlética, de hombros erguidos, los armoniosos contornos de su cuerpo y sobre todo la alegría y la fuerza vital que la distinguían de las demás.

En esta parte de mi relato ya no sé hasta dónde mi descripción es objetiva. Siento la tendencia a seguir señalando las cualidades de la Yoko, como si lo relatado fuese insuficiente para que cualquier lector se forme una imagen correcta de su persona. Al mismo tiempo quisiera tener los recursos de un buen escritor para enriquecer con palabras sus atributos, pero haciendo un honesto esfuerzo por ser breve y objetivo, diría que en Gioconda destacaban, además de lo señalado, su fascinante sonrisa, que formaba un olluelo en su mejilla izquierda, su juvenil vitalidad y unos ojos primaverales, que daban vida a un cuerpo armónicamente perfecto. Para mí había sido un privilegio poder acercarme a la Yoko, como todos la llamamos desde entonces, y creí tener posibilidades de seguir encontrándonos. No quise, sin embargo, crearme una ilusión y decidí que si estaba escrito nos encontraríamos y si no, no habría pasado nada.

Por suerte no tardó mucho un nuevo encuentro. Fue en el casino, donde llegamos casi simultáneamente y fue ella quien se acercó para decirme:

-Hola, qué bueno que te encuentro, no sabía dónde buscarte para agradecerte 10 del buzo.

Cada una de sus palabras con su cautivadora sonrisa y una gracia fascinante, a tal punto que no recuerdo haberme sentido tan torpe frente a una muchacha, de modo que sólo atiné a decirle:

-No es nada.

Por fortuna no reaccionó con una despedida y aguardó prudentemente.

-¿Vas a almorzar? -pregunté.

-Sí. ¿Tú también?

-Sí. ¿Vamos?

Es increíble cómo una joven puede alterarnos hasta el punto de hacernos perder nuestra espontaneidad, pero afortunadamente, pasado el primer momento, volví a sentirme seguro de mí mismo y seguimos conversélndo hasta que nuestro almuerzo hubo terminado y cada uno debió volver a sus tareas.

No es necesario describir cómo me sentía, porque no hay quien no haya vivido la belleza de un momento con alguien adorable. Sentirse ligero, casi volátil, sonreír sin motivo aparente, apreciar sólo lo bello, es semejante a sentirse felizmente enamorado, aunque con sólo dos breves encuentros no era la emoción que correspondía. No importa cómo lo llamen los otros, para mí fue lo mismo que si hubiese enccontrado la princesa de mis cuentos infantiles.

Donde Vuelan Los Cóndores- Eduardo Bastías Guzman.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora