Fue hace muchos años, yo tenía 16 abriles.
Europa entera había dejado atrás toda la pesadilla de la pandemia del coronavirus. Algunos todavía sufríamos las consecuencias de la mierda que esa puta cuarentena nos había traído, pero parecía que finalmente había un rayo de esperanza para que incluso el más pesimista pudiera ilusionarse con el futuro.
Aún yo, que nadaba en la apatía de los días, las semanas y los meses, tenía claro que poder decirle adiós a la mascarilla y a la sensación pegajosa del gel hidroalcohólico en las manos en todo momento era un cambio positivo.
Otro gran suceso de entonces era la alegría popular con la noticia que había estallado en todos los medios: Putin había muerto.
Aunque todavía se debate quién fue el responsable de su muerte, por entonces el mundo respiró aliviado con la difusión de la noticia y no hacía diferencia el quién ni el cómo. Después de todo, el brutal dictador nunca habría renunciado a sus ambiciones territoriales. Su sed de poder no conocía límites y, en fin, lo que se hizo, se hizo.
La firma de la paz desencadenó olas de celebraciones en toda Europa y los ucranianos comenzaron poco a poco a reconstruir su país. Los exiliados repartidos por todo el mundo comenzaron a regresar a sus ciudades de origen. Los vuelos a Kiev tenían lista de espera, pero el clima general era de alborozo.
En mi escuela había tres hermanos ucranianos. Se decía que tal vez ahora podrían regresar a su país, con su familia, pero nada estaba seguro. Su antiguo barrio de Jarkov estaba ubicado en una zona que había sido duramente bombardeada, y después de meses y meses de vivir en España, ellos estaban casi listos para rendir sus exámenes sin necesidad de ayuda de intérpretes. De todos modos, ahora podían optar por volver a casa, si así lo deseaban. Eso, por sí solo, era digno de celebración.
Como prueba adicional de la normalidad con que se vivían aquellos días, La Oreja de Van Gogh había anunciado una nueva serie de conciertos y las revistas de corazón comentaban, como si fuera algo novedoso, que la reina Letizia estaba muy delgada.
Ese año no destacó especialmente en mi expediente académico, ni mucho menos estaba en el cuadro de honor. Comprendo que mis padres habían estado realmente preocupados por mí, por el aislamiento de la cuarentena y todo el rollo.
Pero con los meses pasé a estar un poco más animado y eso se reflejó en los resultados de los exámenes. Muy a pesar mío siempre había sido un buen estudiante. Se me daba fácil.
Estaba sanando (icluso sanar la herida dolía) y mis notas habían mejorado con respecto al año anterior. Mis padres no eran de hacer regalos caros, pero entonces consideraron que era el momento de premiar mis esfuerzos con el móvil más guay que ofrecía el mercado.
Recuerdo que fue un Sábado, a fin de Junio o quizá a principios de Julio. Al terminar el almuerzo mi padre me llevó al centro comercial a comprar el móvil, luego compramos algunas cosas que le había encargado mi madre y ya de vuelta en casa me dejó a solas con mi juguete nuevo.
Hoy me parece un engorro y me resisto a comprar un aparato nuevo hasta que la carcaza está hecha pedazos, pero a esa edad estrenar un móvil ciertamente despertaba mi entusiasmo.
Apenas había terminado de instalar todas las aplicaciones habituales cuando la tienda me sugirió una pantalla con las aplicaciones gratuitas más populares, entre las que se encontraba "El Filtro Azul".
Esta aplicación prometía resaltar los tonos azules implícitos en tu aura y las líneas de tu rostro, lo que haría que tus facciones se realzaran de tal manera que resultarías irresistible al sexo opuesto: "¡Mejora tu foto de perfil y conquístale!"
¿Sonaba creíble? En absoluto.
¿Instalé la aplicación? ¡Por supuesto!
Dicen que cuando una aplicación es gratuita, el producto eres tú y tus datos.
Toda la "magia" de ese programa se reducía a solicitarte nombre, fecha y lugar de nacimiento, para en segundo lugar pedirte que te tomaras una selfie y luego agregarle a tu foto filigranas en tonos verdes y azules. Con eso y un horóscopo meloso y pseudo espiritual te dejaba atrapado (¡Anda, comparte tu horóscopo con tus amigos!). Incluso si la desinstalas, ellos ya tenían lo que buscaban: datos, email y una IP para agregarte a bases con gigas de información que cotizan oro en el mercado y que compran aquellos que buscan bombardearte con publicidad en todo momento.
Pero yo no lo sabía. O quizá lo sabía pero quería distraerme, elegir una realidad a todas luces mentirosa y me presté al juego.
Extendí el brazo sosteniendo el teléfono con la mano derecha, observé mi reflejo en la pantalla, acomodé un poco mi cabello ondulado, abundante por aquel entonces, y presioné el botón de la cámara para tomarme la fotografía.
Esperaba ver el resultado mágico, la fotografía con los filtros azules que me harían irresistible a las chicas del instituto.
En su lugar, vi un rostro fantasmal y se me congeló la sangre en las venas. El estómago se me hizo un puño. Sacudí la cabeza, borré la foto. Reinicié la app y tomé una foto nuevamente.
El rostro del desconocido estaba nuevamente allí. Pero de alguna manera, la expresión que había sido seria y parsimoniosa ahora tenía una mirada un tanto burlona.
Recuerdo que apagué la pantalla del celular y lo apoyé en la mesa. Lo pensé mejor, y decidí apagarlo por completo.
Me fui a bañar. Dejé caer el agua tibia, reconfortante, sobre el cuerpo mientras intentaba no pensar en ese rostro que no era el mío y que me miraba desde lo que debía ser mi foto.
Después de la ducha, traté de volver no pensar y me fui a la cama. Pero no podía dormir. Volví a encender el teléfono y abrí la aplicación del Filtro Azul. Quería saber si se trataba de un error o si algo extraño estaba sucediendo. Leí la descripción de nuevo y de ninguna manera anticipaba bromas de mal gusto.
Tomé otra foto con manos temblorosas y allí estaba, de nuevo. El rostro desconocido de la sonrisa burlona, otra vez había reemplazado el mío.
Ahogué un gemido, borré la foto y dejé caer el teléfono en la pila de ropa que había junto a la cama. Me arrebujé con las mantas y enterré mi cabeza bajo los cojines.
Un sueño misericordioso me envolvió rápidamente y tuve una noche de descanso como pocas.
La mañana siguiente, mi mente racional pretendía hacerme creer que nada de eso había sucedido. Mi mente más realista, cobarde, miraba con miedo el icono de la aplicación instalada en el celular, que parecía devolverme un desafío allí junto al icono de WhatsApp y otras herramientas que yo usaba.
A la luz del día, la imagen del desconocido, o el recuerdo de su imagen (puesto que había borrado las tres fotos), se teñía de luces fantasmagóricas.
¿Habría sido acaso un juego de mi mente, un desvarío temporal, un minuto de desenfreno de mi imaginación inquieta?
Aunque no quería admitirlo ni ante mí mismo, estaba tan atemorizado por lo que había sucedido que, en lugar de usar el buscador del celular, abrí mi ordenador para hacer una búsqueda y saber si alguien más había reportado un mal funcionamiento de la dichosa aplicación.
Pero mi búsqueda de "el filtro azul fantasma", "el filtro azul rostro desconocido", "el filtro azul problema", no trajo resultados coherentes o, por lo menos, nada relacionado con lo que yo había experimentado. Había críticas que despedazaban la app, desde luego, pero nadie mencionaba rostros extraños entre las quejas.
¿Me estaría volviendo loco? Mi madre decía siempre que con tanto videojuego se me iba a reducir el cerebro, pero no creía que esas alucinaciones, si lo fueran, tuvieran algo que ver con los juegos que jugaba.
Cada vez que tomaba el celular, el ícono de la app parecía sobresalir entre los otros. Tenía que tomar una decisión, y tenía que hacerlo pronto.
¿Intentaría usar la aplicación de nuevo...? ¿O la desinstalaría sin más?
ESTÁS LEYENDO
El filtro azul [#ONC2023]
ParanormalVive la aventura más fantástica de todas: una amistad sobrenatural. / 9 Capítulos / En progreso. .:. La inquietud por escribir esta novela corta surgió a raíz del ONC ("Open Novella Contest") que te invita a escribir una novela corta inspirándote e...