Capítulo OCHO

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Un día, Lope se apareció mientras yo estaba encerrado en mi habitación, enfurruñado porque mi madre había dicho que no podría tener un ciclomotor hasta que mejorara mis notas del instituto y ordenara mi habitación correctamente. 

Estaba indignado. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? No recordaba que a Paco le hubieran requerido cumplir con determinados requisitos a la hora de aprender a manejar y tener un ciclomotor. Y sin embargo, mi madre y mi padre habían llevado a Paco a practicar manejo en la pista. La salida familiar era una fiesta. 

Yo soñaba con el día en que podría manejar mi propio ciclomotor por las calles. Y luego, cuando Paco rindió el examen, le permitieron llevarme a mí e incluso a nuestra hermana Estefanía en salidas sin supervisión. Pero no le habían pedido que limpiara su habitación o que tuviera determinadas notas. Si no pensaban dejarme manejar o comprarme un ciclomotor, esperaba que me lo dijeran en la cara, en vez de limitarme con estas torpes excusas.

Estaba tirado en mi cama, golpeando la almohada, pataleando contra el colchón para desahogar un poco el enojo que me embargaba por tan grande injusticia, cuando sentí la presencia. Me incorporé apenas y al hacer contacto visual con Lope, hice un mohín de desagrado. Esperaba que pudiera leer mi mente porque en mi cabeza gritaba: "¡Vete, vete, vete! ¡Quiero estar solo!" aunque no dije nada.

O bien Lope había decidido no leer mi mente por una vez o me leyó y eligió ignorar mis deseos. Se quedó allí, contemplándome, meditabundo. Luego de un rato en silencio, me preguntó: 

—¿Qué te sucede? 

Tuve ganas de decirle: "lee mi mente" o "tú ya sabes qué ha sucedido" o "no sé por qué preguntas" o "no hagas preguntas estúpidas", pero elegí la opción más civilizada y expliqué de qué se trataba mi problema: 

—Pues bien, que ya tengo casi 17 años y podría aprender a conducir un ciclomotor, y mis padres no quieren enseñarme. Tampoco me pagarán clases de manejo —suspiré—.Y dicen que no sucederá nada de eso hasta que yo mejore mis notas de la escuela. Y, según mi madre, eso no basta porque además tengo que mantener mi cuarto ordenado o no me darán su consentimiento para que pueda tener el registro. 

—Interesante —pareció considerar el asunto un momento—. Dime, ¿tienes buenas notas en la escuela? 

—No, pero bueno, lo cierto es que he mejorado mucho las notas desde el año pasado. 

—Pero no son todo lo buenas que podrían ser, ¿verdad? 

—Son todo lo buenas que he podido —grité, indignado. 

—Vamos de nuevo, ¿por qué no respondes lo que te estoy preguntando? —anunció con calma. Y agregó: 

—¿Son las mejores notas que podrías tener? ¿Es ese el mejor resultado académico que puedes alcanzar?

Wow, vaya pregunta. De ninguna manera. No, no eran las mejores calificaciones que podía tener. Mi madre tenía razón, podía esmerarme más y obtener mejores calificaciones. ¿Pero, con qué fin? ¿Qué diferencia haría eso? Terminé mi idea en voz alta:

—Nada de lo que te enseñan en la escuela sirve para algo. 

—No se trata de eso. Se trata de ser la mejor versión de tí mismo. Si tienes en tí la capacidad de ser un gran estudiante, no desperdicies tus dones siendo un estudiante mediocre. Sé la mejor versión de tí mismo en todo lo que hagas, lo mismo cuando cumplas con algo pequeño que cuando te dediques a realizar algo grande.

—Prefiero reservarme para las cosas grandes. ¿Para qué perder energía en cosas pequeñas, sin importancia?

—Ese es un gran error. Las cosas pequeñas sirven de entrenamiento. Como los niveles básicos de un juego. Al principio te enfrentas a retos sencillos, porque se trata de aprender a alcanzar los objetivos. Luego, a medida que avanzas los niveles, el juego exije más. Así es la vida, Max. 

Desde luego me llevó años comprender esto del todo. Pero también en eso tenía razón...

El filtro azul [#ONC2023]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora