Capítulo NUEVE

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Una tarde de domingo estaba yo en mi cuarto haciendo tarea (confiaba en poder alcanzar el dichoso ciclomotor), cuando percibí por el rabillo del ojo que Lope se había acomodado cuan largo era sobre mi cama, adoptando una típica pose mía.

—Ey —lo saludé. 

—Ey —me devolvió el saludo.

Fuera de casa, el cielo se desahacía en lluvia. Mis padres habían salido a algún lado con Estefanía y yo estaba feliz de quedarme solo en casa. Al principio, luego de lo de Paco, mi madre se rehusaba a dejarnos a Estefanía o a mí solos, pero ya se habían cumplido dos años largos desde aquello y empezaban a entender que yo no seguiría los pasos de mi hermano.

Mis padres no tenían idea de la existencia de Lope en mi vida. De haber sabido lo que hizo por mí, no sé mi padre, pero mi madre de seguro lo abrazaría. En sentido figurado, desde luego. Por más que Lope se corporizara para mí, no había sustancia en él. Yo lo veía porque podía verlo (al parecer no todas las personas tenían esa capacidad, me dijo), pero principalmente porque él se hacía visible a mí.

Aparté los libros y apoyé el codo en el escritorio para descansar el mentón en la palma de mi mano.

—Cuéntame una de tus historias —le pedí. 

—¿Qué quieres escuchar? 

—¿Has vivido en Roma, me refiero, en la antigüedad? 

—Sí, dos veces. 

—Anda, cuéntame. ¿Era tan magnífica como lo cuentan? 

—Más, mucho más. Pero también era caótica, ruidosa, sucia. Cientos de miles de personas pululaban por sus calles a toda hora. —¿A qué te dedicabas allí? 

—En una de mis vidas fui un muchachito romano. Mis padres tenían una panadería. Yo recorría las calles guiando un burro cargado con canastos de pan. Era una vida sencilla. Terminó pronto, en el gran incendio. 

Hizo una pausa esperando ver si lo animaba a continuar, cosa rara porque por lo general cuando decidía atacar un tema lo hacía sin importar lo que yo pensara.

—Siglos después volví a Roma, pero ahora en el cuerpo de un centurión. Desde luego, entonces no recordaba haber estado antes en Roma. Pero ahora puedo comparar ambas vistas y ciertamente el paisaje que rodeaba a la ciudad y la ciudad misma habían cambiado mucho. En esta segunda vida, los cristianos estaban por toda la ciudad. Si bien no practicaban su religión abiertamente, ya no se los perseguía tanto como antes. Tiempo después se declaró al cristianismo religión de estado, pero esa noticia tardó años en llegar donde yo estaba. 

—¿A qué te refieres? 

—Tenía 20 años cuando mi legión fue destinada a las fronteras del norte del imperio, a las puertas de las tierras de los bárbaros. 

—¿Eran tan salvajes como los pintan los libros? 

—Eran igual de salvajes que nosotros. Solo que estaban en el otro bando, y los únicos historiadores cuyos escritos sobrevivieron eran romanos. O griegos, que vienen a ser casi lo mismo.

"La historia la escriben los que ganan", la clásica frase vino a mi mente. 

— Exacto —acotó Lope.Una vez más había leído mi mente. ¿Es que acaso nunca me acostumbraría? 

Y empezó a contarme una historia:

— Cuando me trasladaron, la guerra estaba en su punto más álgido. Habíamos llegado lo más al norte que se podía. Los generales estaban empecinados en seguir conquistando tierras, pero los habitantes de esos territorios no cejaban en su empeño por conservarlos. Había batallas cruentas cada pocas semanas. Luego tocaba replegarse, rearmarse y avanzar nuevamente. Durante los enfrentamientos, la sangre corría como ríos y los cuerpos caían sin cesar. En una de esas batallas, algo ocurrió que cambió mi vida (esa vida) para siempre.

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⏰ Última actualización: Apr 04, 2023 ⏰

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