CAPÍTULO OCHO | REFLEJO

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La casa de Oswald era muy acogedora y un poquito más grande que la de Aemond

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La casa de Oswald era muy acogedora y un poquito más grande que la de Aemond. Contaba con un par de habitaciones más, pero el resto era prácticamente igual.

Su esposa, la señora Brenda, nos esperaba en la cocina preparando esa bebida que el señor Oswald nos había prometido, como si ya supieran que fuéramos a venir.

–Oh, sentaos aquí queridos. Pronto estarán listas las hierbas –dijo la mujer mientras añadía dichas hierbas al agua hirviendo y removía la mezcla con una cuchara de metal.

–Estamos muy agradecidos por vuestra amabilidad –respondió Aemond mientras ambos nos sentábamos.

–No es nada, hijo. Sabes que siempre eres bienvenido en nuestro humilde hogar –Oswald se sentó al lado de Aemond y le dio unas palmadas en el hombro en señal de amistad–. ¿Hace cuánto que no pisabas estas tierras muchacho?

Aemond se echó contra el respaldo de la silla y sonrió.

–Mucho tiempo. Demasiado –algo triste empañaba sus palabras.

–Sí... me alegra tenerte de vuelta. Todos nos alegramos –la mirada del hombre se dirigió hacia mí–. ¿Y cómo es que en esta ocasión no vienes solo?

Miré a Aemond, que me devolvió la mirada. Su mano se unió con la mía como si eso le diera más peso a sus próximas palabras.

–Ella y yo estamos comprometidos, pronto nos casaremos en Desembarco del Rey.

La mirada del hombre se iluminó, como si uno de sus nietos le acabara de dar la noticia, como si Aemond le importara de verdad. Y así era. Brenda dejó sus quehaceres y nos miró ilusionada.

–Vaya, nos alegramos mucho hijo.

–Enhorabuena a los dos. Estoy segura de que vais a ser muy felices juntos, solo hay que veros para saber que vais a serlo.

Aemond apretó su mano contra la mía. Las palabras sinceras de aquel matrimonio me calaron hondo e hicieron que me entraran ganas de llorar.

–Me habría gustado que estuvierais presentes en el acontecimiento –respondió Aemond con algo de tristeza–, pero no puedo arriesgarme a que os vean conmigo, sino nuestro remanso de paz aquí podría romperse –explicó.

Nuestro remanso de paz.

Escuchar cómo Aemond me incluía en algo tan importante para él como era este mágico lugar me hacía mirar hacia el futuro con el mayor optimismo posible. Y me hacía ver hasta dónde llegaba su amor hacia mí.

–Lo sabemos, no debes disculparte por eso –dijo Oswald–. Nosotros estaremos contigo en espíritu y rezaremos por vosotros ante los dioses, para que os den su bendición.

–Gracias.

Con la ayuda de un paño para no quemarse la mano, Brenda puso la olla en el centro de la mesa. Llenó los cuatro vasos de vidrio y nos ofreció unas galletas que ella misma había hecho poco antes de que nosotros llegáramos a su casa. Todo estaba delicioso, las hierbas y las galletas me templaron por dentro y consiguieron apaciguar el frío que comenzaba a sentir a pesar de estar junto al calor de la chimenea.

LA PRINCESA Y EL DRAGÓN | Aemond y CirillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora