El favor

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Marcela nunca había llegado a pensar que tendría la oportunidad de estrenar, en la mismísima Bogotá, un original Gianni Versace de la colección Spring ready-to-wear 2000. La blusa de estampado verde tropical, más una falda negra, eran el outfit ideal para ese día que comenzaba rozando los veinticinco grados, temperatura inédita en la siempre fría, Bogotá. Era un regalo de su futura suegra en su paso por Milán, y desde entonces, había estado esperando la oportunidad para vestirlo.

Se dio un último vistazo al espejo, y salió de la habitación. Por cada taconeo que repicaba en el piso de porcelanato, Marcela sentía a su belleza reafirmarse, a su elegancia tomar vuelo. Llegó al comedor, donde encontró a la empleada doméstica de su prometido, limpiando los restos de un desayuno.

—¿Armando ya se marchó? —preguntó.

—Buenos días doña Marcela —contestó, deteniendo su quehacer—. Está en el balcón, señora.

Marcela apenas cabeceó en entendimiento, y se dirigió hasta allí, poniendo énfasis en el repique que hacían sus tacos al pisar. Así anunciaba su llegada. Sin embargo, encontró a su prometido como de costumbre: neurótico, y sin hacerle el más mínimo caso. Caminaba de un lado al otro, sobándose continuamente la frente, y hablando con tal rictus en la boca, que parecía que la mandíbula se le iba a quebrar de la tensión que llevaba encima. Ella recostó el hombro sobre uno de los ventanales, y lo saludó, esperando que reconociera lo distinta que se veía aquella mañana.

—Hola mi amor, buenos días —saludó, llevando la inflexión de su voz al tono más dulce que tenía, pero él no la escuchó—. Armando —insistió, elevando la voz.

Su prometido volvió la vista hacia ella, apartó por un momento el teléfono, y se acercó a darle un beso rápido en los labios, para continuar hablando. Marcela rodó los ojos; del cambio de look que llevaba ese día, él ni se había enterado. Apenas la había mirado.

La empleada doméstica de Armando, Gloria, si mal no recordaba, le alcanzó a su novio un agua aromática. Marcela vio como Armando se desajustaba la corbata, se arremangaba la camisa, y volvía su vista a los cerros de Bogotá. Se abanicó con un periódico, y activó el altavoz del teléfono para mayor comodidad. Marcela oyó la voz del vicepresidente comercial de Ecomoda.

—Hermano, los ejecutivos de Nomadic Collector fueron muy específicos con las fechas de entrega: no podemos, escúcheme bien, no podemos retrasarnos siquiera un día del plazo, ¡ni una hora!

Armando levantó los brazos hacia arriba, como si pidiera la ayuda de alguna entidad que se encontrara en ese sol radiante, que comenzaba a despuntar en la ciudad.

—¿Y qué quiere que haga Calderón? ¿ah? ¿que me ponga yo mismo a arreglar el maldito transformador? ¡qué culpa tengo yo que justo ahora se le dio por explotar! ¡dígame! —Marcela se tapó los oídos, cuando el bramido de Armando llegó al máximo nivel. Él apretaba la baranda del balcón con tanta fuerza, que las venas de sus brazos resaltaban—. Llámelos, explíqueles la situación.

—¡Hermano no me ponga en esas! —La voz del íntimo amigo de Armando, se oía apenas un poco menos nerviosa que la de su prometido. Marcela estuvo a punto de volverse al interior de la casa, pero se dio cuenta que Armando no notaba que ella seguía allí, y quizás, Mario soltaría alguna perla, algún dato sobre las andanzas de aquellos dos. Estaba segura que él no sabía que Armando tenía el teléfono en altavoz.

—¡Ese es su trabajo Calderón! ¡Apaciguar a los compradores! —respondió, iracundo.

—Armando, Armando —La voz de Mario había bajado un tono, intentando ser conciliador—. No me eche a la basura el negocio, con todo lo que me costó. ¿Acaso olvidó quien más andaba detrás de ese contrato? El gran monstruo del rubro en Perú, Textil del Valle.

AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora