La sonrisa fresca de una mujer, de dientes blancos y perfectos, siempre había sido el real anzuelo por el que Armando acababa cediendo a la tentación de acostarse con una nueva mujer. Lo era más que las formas de su cuerpo, que su fragancia o el brillo de su pelo. Eran embriagantes esas sonrisas, plenas de promesas de diversión, de placer inmediato. Sin embargo, luego de tantos años, esos rostros sonrientes acababan siendo como fotocopias a color. Y a cada copia, su tinta se desteñía.
-Nadie sospecharía, Doctor Mendoza -La inspectora le envolvía la mano con un nuevo pañuelo. Sus pómulos perfectos, se redondeaban cuando ella curvaba sus labios rojos en una sonrisa juguetona, sugerente-, que el presidente quién sostiene con tanta delicadeza la cintura de sus modelos, en todas esas revistas, puede romper un vaso de esa manera.
Como toda respuesta, Armando apenas exhaló una sonrisa nerviosa, y sacudió la cabeza. Aún no lograba espabilarse: la mano izquierda le dolía por los cortes, pero la mano derecha, aún temblaba, frustrada, por los puñetazos que no había podido dar. Mario solía ser exasperante, lo hacía enojar con facilidad, pero jamás, había sentido reales deseos de convertir su cara burlona, en una masa de pómulos hundidos y narices rotas.
-Condenado Calderón -siseó, olvidando el hecho de que tenía los oídos de la inspectora, muy cerca de él. Miró a un lado y al otro de la acera. La cantidad de transeúntes desplazándose como hormigas, de izquierda a derecha, atropellándolos en busca de diversión, y la música estruendosa que salía de los bares y rumbeaderos, no le permitía ni concentrarse, ni desplegar su galantería-. No sabes la dicha que es verte, Karina, pero mira mi estado -Armando levantó las dos manos-. Creo que lo mejor es que me vuelva a casa. Discúlpame.
-¿Marcharte a tu casa? ¿así? Estás loco -Para sorpresa de Armando, la mujer lo tomó por un brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la esquina. De pronto, recordó que en esa dirección era donde había aparcado su auto-. Ven, vamos a un hospital.
-No, mira... -empezó, pero ella tiraba de él con más fuerza de la que se podía sospechar.
-Por aquí está tu carro, puedes manejar, ¿no?
-¿Cómo sabes dónde aparqué mi carro? -preguntó apresurado, sin poder disimular la preocupación de, nuevamente, haber seducido a una de esas "viejas locas", aquellas que, en apenas unas horas, averiguaban todo acerca de su vida, hasta la marca de interiores que usaba. Karina, como si leyera los subtítulos de esa pregunta, hizo una carcajada que iba acorde a toda su elegancia. Conjugaba con el glamour de sus stilettos repiqueteando sobre la acera.
-Ay Armando, ¡no te persigas! ¿quién más podría aparcar un Toyota Celica, sexta generación, en este barrio? Lo vi al bajar del taxi. Mira, ahí está -señaló.
Armando se apuró a sacar la llave de su bolsillo, presionando el mando para abrir las puertas. A pesar del dolor en sus dos manos, no podía dejar atrás la galantería, y se apuró a abrir la puerta del acompañante. Ella agradeció con esa sonrisa perfecta, y a pesar de la situación, Armando no pudo evitar que sus ojos viajaran hacia sus piernas torneadas, bronceadas. De aquellas que resultan perfectas para acariciar, al conducir.
«Y yo apenas pudiendo manejar ¡qué oportunidad desperdiciada, hermano!», lamentó, cerrando la puerta. Rodeó el auto para entrar, pero Karina, más rápida y lista de lo que su aspecto físico sugeriría, había abierto su puerta desde dentro y, dando palmadas sobre el asiento del conductor, lo invitaba a entrar a su lado, a sus piernas cruzadas, que su vestido apenas cubría, a su mirada chispeante y deseosa, a sus labios rojos. Armando se quedó de pie por unos segundos. Había algo ajeno en eso de ver a esa mujer sentada allí. Algo incómodo, un extraño anacronismo. Pero más extraño aún, era no poder precisar la razón.
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Anomalía
LosoweUn corte de luz y una ola de calor, afectarán la rutina de los empleados de Ecomoda. Entonces, algunos monstruos, aparecerán.