El Lector

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Por circunstancias que ya no recuerda, y de la boca de la propia Inesita, Armando había oído por primera vez la leyenda de El Silbón. Esa tonalidad calma en su voz, de señora mayor; era perfecta para los relatos.

—Mi madre, que en paz descanse, nos decía que, si escuchas cerca los silbidos, es porque el Silbón está lejos y puedes estar tranquilo. Pero, si los escuchas lejos —La asistente de Hugo Lombardi, ensombrecía no solo el tono de su voz, sino su dedo índice, al que sacudía con advertencia—, es que no tienes escapatoria: el Silbón está cerca, y corres peligro.

Armando sabía que Inés era oriunda de los llanos orientales, donde abundaban esa clase de mitos campesinos, con espectros y fantasmas vengativos. Jamás podría mofarse de las supersticiones de una empleada tan querida como ella, pero para Hugo Lombardi, burlarse de los otros era una segunda vocación.

—Oiga Inesita —preguntó, guiñándole un ojo cómplice a él; Armando revoleó los ojos—. ¿Y es que será buen mozo ese tal Silbón?

Inés hizo tres carcajadas marcadas, captando la burla, pero sabiendo también como retrucarla.

—Pues no. Además, el Silbón castiga a borrachos y mujeriegos. Y usted no entra en ninguna de esas categorías. Mucho menos en la última —afirmó, haciendo una risita sarcástica—. Puede estarse tranquilo, Don Hugo.

El diseñador replicó con una carcajada que rayaba lo teatral. Aprovechando el dardo venenoso de su asistente, lo redireccionó hacia él:

—Armando, vea, Inesita le está hablando.

—¡Don Hugo!

Esa conversación la recordaba sin esfuerzo, por la identificación instantánea que Armando tuvo. A la leyenda, él le puso un rostro: Marcela Valencia. La comparación era obvia. Cuando Marcela lo llamaba, lo circundaba, o se cercioraba con terceros por dónde andaba, Armando contaba con una seguridad retorcida: él también sabía dónde ella estaba. Su silbido se escuchaba cerca. Pero, cuando esa persecución desaparecía, Armando iniciaba su paranoia: ¿dónde estaba Marcela? ¿acaso aparecería detrás de ese mesero, justo cuando él estaba acariciando la pierna de alguna hermosa modelo? Si el silbido de Marcela se oía lejos, es porque ella podía aparecerse, en cualquier momento, en cualquier circunstancia.

—Marcela, sé que estás escuchando estos mensajes. Tuvimos algunos contratiempos, pero ya estoy en camino.

Armando volvía a colgar el teléfono, después de grabar el cuarto mensaje en el contestador de su novia. El embajador británico en Colombia, había sido compañero de golf de su padre, y, sabía, era un vínculo que sus padres procuraban mantener. Si Marcela le iba con el cuento de su ausencia, estaba seguro que tendría a ambos llamándole la atención, desde una línea al otro lado del océano atlántico.

Armando improvisó una vestimenta con lo que tenía en el vestidor, y salió al corredor, finalmente iluminado. La electricidad había regresado hacía media hora atrás.

—¡Doctor Gutiérrez! —Armando estaba a punto de llamar al ascensor, pero afiló el oído, cuando escuchó una voz desconocida de mujer—. ¡No puede pretender que dé por cumplimentada la inspección, con la documentación en este estado!

Volvió sobre sus pasos, a la sala de juntas; ambas puertas corredizas estaban separadas por unos centímetros. La ceja de Armando se elevó, ante lo que veía: una cabellera larga, rubia, y sedosa, oscilaba sobre una cintura estrecha y un trasero contundente. Cumplió con el protocolo acorde a las circunstancias: se ajustó la corbata, se alisó el saco, y, olvidando a El Silbón y su castigo, deslizó ambas puertas, entrando a la sala de juntas.

AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora