Lo Furtivo

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Al principio, las contracciones faciales de su nueva secretaria le resultaban ridículas, dejándolo en el incómodo límite entre la vergüenza ajena y la risa. Más tarde, notó que ocurrían cuando algo (o alguien) la ponía nerviosa, siendo especialmente gracioso cuando Marcela aparecía en su campo visual: el tic que le deformaba la boca, se recrudecía, y sus ojitos marrones bailoteaban ansiosos en los globos oculares. Armando tenía que esconder la carcajada detrás de su mano, e interceder para que su prometida no fuera tan severa con ella.

La torpeza era su característica más exasperante. Chocar con muebles, tirando los objetos, su especialidad. Pero por primera vez desde que la conoció, Armando no tuvo corazón para regañarla.

-Betty... -exhaló, desconcertado. Al girar el picaporte y empujar la puerta, le bastó con escuchar la batahola de cosas golpeando contra el suelo, para entender que su repentina aparición, la había asustado. Carpetas, lapiceros, papeles, calculadoras. Beatriz se paraba a la mitad de su propio desorden, aferrando una tijera, en un puño que temblaba. A pesar de la luz pobre, Armando podía ver la figura tiesa, esos ojos estrechos, con sus pupilas tan dilatadas como asustadas. Su boca entreabierta, atragantada en pánico.

Lo sobrevino un recuerdo de la niñez: los empleados de su casa familiar arrinconaban a una laucha, y en los ojos diminutos del roedor, Armando podía ver su terror. Recordó la tentación por atraparla, y correr lejos de allí, para ponerla a salvo.

-¿Doctor? -Armando escuchó esa pregunta vacilante, casi, como si fuera un ruego.

«Inesita tiene razón, tengo que decírselo», pensó. «Y después voy a matar a ese tipo».

-Sí, Betty -respondió. Los hombros de Beatriz abandonaron de a poco la rigidez, y vio como sus ojos miopes se entrecerraban, haciendo el esfuerzo por reconocerlo a través de sus lentes. Armando entró a la oficina, dando pasos pesados, precavidos. Sin ser consciente, estaba respirando de manera profunda, lenta, hablando con voz suave, como lo haría con un caballo asustadizo-. Soy yo, su jefe, Armando Mendoza.

-Doc-doctor, bue... ¡buenas tardes! -El saludo le salió en su nota más desafinada, lo típico en su asistente cuando estaba inquieta. Armando bajó la mirada hacia su mano, donde Beatriz aún sostenía la tijera. Ella lo notó, y arrojó el objeto a la mesa, riéndose con más incomodidad que espontaneidad-. Ay, qué lío hice, ¡mire nada más todo este desorden! Ya mismo acomodo todo, Don Armando, deme un momentico, ¿ah?

Beatriz se puso de rodillas, y empezó a juntar en una pila, los montones de documentos desperdigados por el suelo. Armando dudo en si dejarla allí sola, o zanjar la cuestión en ese mismo momento: resolvió ir a por lo segundo. Poniendo una rodilla en el suelo, se puso a juntar varios objetos, entre bolígrafos y resaltadores. Desde allí y en silencio, oteaba en dirección a su asistente.

«Al menos ya no está temblando», reconoció.

Acomodaron todo arriba del escritorio, y Beatriz apartó con cuidado la vela prendida, porque era consciente de su propia torpeza.

-Doctor, ¿qué hace aquí? -Miró el reloj en su muñeca-. Usted tenía agendado un evento con Doña Marcela. Si no sale ahora, no va a llegar a tiempo.

Armando le entregó la última pila de papeles, y Beatriz lo guardó en una caja de la estantería. Él ocupo su lugar habitual, la silla al otro lado del escritorio. Su asistente decidió quedarse de pie, descansando la espalda sobre la estantería metálica.

-Beatriz, ¿usted recuerda lo que yo le dije sobre el cretino de Daniel?

-Doctor, usted siempre dice muchas cosas sobre el Doctor Valencia -se rio, y aunque Armando se vio tentado a reírse también, decidió mantenerse serio. Beatriz se acomodó las gafas, y su rostro empezó a deformarse con ese tic de fruncir y mover la boca. Él sabía que le ocurría en momentos de tensión. Beatriz estaba tan incómoda como él, Armando lo sabía, pero necesitaban salir de ese problema de una vez por todas-. No, Don Armando, no sé a qué se refiere.

AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora