La oferta

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Armando tenía dos razones de peso para no querer quitarse el saco. La primera, por pura galantería, y, en relación inmediata con esta, persistía la verdadera: estaba seguro que debajo de esa prenda, dos aureolas grandes de sudor marcaban las axilas de su camisa Lacoste de lino. Sí, Bogotá parecía ser el centro de proyección de todos los rayos solares, y sí, se estaba asando de calor debajo de toda esa ropa, pero no estaba dispuesto a permitir que sus empleados lo vieran con aquellas pintas de obrero de la construcción.

«Excepto Betty», pensó. Alguien que no se molestaba por depilarse el bigote, no se escandalizaría ante una camisa sudada.

—Aura María, buenos días —saludó, entrando como un bólido a la empresa, y advirtiendo con hastío, que allí dentro no se estaba mejor.

—¡Buenos días, doctor! —La recepcionista, se levantó de su asiento como un resorte.

—¿Pudo cancelar todas las citas, todas las visitas a la planta? ¿alguna novedad? —preguntó de corrido, y aunque Aura María abrió la boca, Armando la detuvo—. No, olvídelo. Betty me pondrá al tanto —descartó, y llevado por la rutina, se dirigió a las puertas del ascensor, presionando el botón.

—Doctor, recuerde que estamos solo con el generador y los elevadores no...

Armando revoleó los ojos.

—Sí, sí, ¡todo junto, todo hoy, maldita sea! —gruñó, fastidiado, y antes de permitirle a su neurosis explotar en berrinches, se puso en marcha hacia las escaleras, con destino al piso dos. Allí estaba el sector de Stock y Almacenamiento. Subió con toda la vitalidad de un cuerpo saludable de tres décadas, aun así, sus muslos alcanzaron a quejarse. Hizo una nota mental para, entre toda la locura que implicaba ser presidente de una empresa, tratar de buscar el tiempo para ejercitarse.

«Betty lleva mi agenda, ella va a encontrar un hueco para eso». Fue tan solo terminar esa idea, que tuvo una imagen fugaz de él mismo trotando alrededor de un parque, junto a una Beatriz que, intentando seguirle el ritmo, le iba recordando los siguientes compromisos. La risotada que hizo Armando, era de las que nacían del mismo estómago. «¿Te la imaginas, hermano? Con sus pobres patitas cortas, sus pelos electrificados, y gritando sin aire ¡Don Armando! ¡Don Armando, no olvide su cita con Color Inn!». Volvió a reír, y de pronto, se dio cuenta que estaba de mejor humor.

Iba subiendo las escaleras de dos en dos, cuando la menuda figura de su asistente, apareció algunos escalones más arriba.

«¡Hablando de Roma!». Beatriz venía descendiendo con una lentitud extraña en ella. En principio, no le dio importancia.

—¡Betty! —llamó, acortando los escalones que los separaban, pero sin anteponer ninguna clase de saludo: su asistente sabía lo que era una agenda apretada, y lo conocía lo suficiente para saber que él no se detenía en nimiedades—, ¿ya tiene el reporte de maquinaria del gerente de mantenimiento? —preguntó, deteniéndose en el descanso de la escalera, esperando por ella. Sin embargo, su asistente no lo imitó: Beatriz continuó descendiendo, con la mirada hacia el suelo de cemento, sin reparar en su presencia. Él la detuvo, tomándola por el codo. Recién allí, ella viró el rostro hacia él. Armando frunció el entrecejo, algo no andaba bien.

—A la orden —respondió, con el tono mecánico de empleada de comida rápida. Sí, ella dirigía su mirada hacia él, así como su rostro, su cuello, y todo su cuerpo. Pero Beatriz parecía no estar allí.

—Betty, ¿qué le pasa? —preguntó, y pasó a tomarla por los antebrazos, dejando la maleta en el suelo. No era algo raro en su asistente: Beatriz cada tanto quedaba colgada de una nebulosa, detenida en algún pensamiento o ensoñación que vaya a saber de qué se trataba—. ¿Vio un fantasma o qué? ¡hey! —llamó, chasqueando los dedos frente a ella. Solo allí, mirándola a los ojos, Beatriz dio muestras de salir del trance en el que estaba. Ella parpadeó, y quedó boquiabierta, mostrando su hilera de dientes platinados, de unos brackets metálicos y baratos, pero bien cuidados. Sacudió la cabeza y armó una sonrisa.

AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora