El Reflejo

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Era menester considerar un aumento para Freddy. O no, no necesariamente un aumento.

«Digamos un reconocimiento», convino, viendo a su asistente entrar con una bandeja en las manos. Instintivamente, Armando bajó la mirada para inspeccionar el suelo: no había alfombra alguna que bloqueara el paso de Beatriz. Las había mandado a quitar, cansado de ver a su secretaria ejecutar a cada rato su deporte favorito: tropezar y caer.

—Disculpe la demora, Doctor —Beatriz apoyó la bandeja en el escritorio. Armando murmuró algo ininteligible, porque continuaba deliberando para sí.

«¿Un perfume?», pensó, acariciándose la barbilla. «Sí, podría ser un perfume». Uno importado. Tenía varios sin abrir, obsequios de Marcela en sus viajes a Miami. Incluso, tenía algunos repetidos. También podía sumar una corbata, su mensajero era coqueto y quedaría encantado con algo muy simple. Tenía que premiar la lealtad de Freddy.

—Aquí —anunció Beatriz, colocando el café frente a él, y Armando acercó los dedos a la medida de su pocillo ristretto de todos los días, sin embargo, se topó con una taza que era más bien del tamaño para un aguapanela con leche.

—Pero Betty, ¿qué es esto? —se quejó, arrugando la nariz y mostrando con las manos la taza de tamaño desproporcionado. Incluso, era más grande que el puño cerrado de ella.

—¡Ay, qué pena, Don Armando! —se disculpó, como si hubiese anticipado el regaño. Él ya le conocía el tono—. Es que no conozco la cocina, hay poca luz, y las muchachas de Cafetería--

—Sí, sí —interrumpió, adaptando sus dedos al nuevo tamaño.

—Me la llevo y busco otra más pequeña, ¿sí?

Armando ya tenía la boca casi hundida en la taza, y negó moviendo el dedo índice.

—No, continuemos. Me estaba contando de los repuestos importados.

—Ah, sí —Beatriz dejó la bandeja a un costado—. Como le decía, creo que podríamos considerar la sugerencia de Mantenimiento.

Su asistente continuó hablando, y Armando vio como ella sacaba de una bolsa que estaba tendida junto a sus pies, una botella de jugo de mora. La vio luchar con ella, intentando hacer girar la tapa, sin éxito.

—Traiga, Betty —habló, haciendo un gesto con la mano para que se la diera. Beatriz le alcanzó la botella, y Armando sintió la confortante sensación del vidrio helado, de las gotas frías y húmedas, mojando su mano. Contrastaba con el calor asfixiante de la oficina. Estuvo tentado de apoyarla contra su nuca, para refrescarse, pero abrió la botella sin demoras, y se la devolvió.

—Muchas gracias, Doctor —agradeció, y se sirvió la bebida en un vaso. Armando no creía conocer a una persona tan aficionada al jugo de mora, como su asistente. Incluso, observó que la camisa que ella llevaba puesta ese día, era del mismo tono que su bebida: morado. Ahora que lo pensaba, muchas de las prendas que ella usaba, eran de ese color.

«Mendoza, estás pasando mucho tiempo con Lombardi...», se advirtió, dándole un sorbo a su café. Su asistente estaba departiendo los pros y contras de costear insumos importados en lugar de nacionales, y Armando pensaba en que esa conversación era tan monótona como su ropa, como su mismísimo juguito de mora. Acaso, ¿ella no podía contar con al menos una adicción?

«A la Coca Cola, por ejemplo», barajó. Pero no, tanto en sus prendas pudorosas, como hasta en la elección de sus adicciones, Beatriz era una joven sana y pura.

—En el presupuesto general de nación del próximo año —Beatriz hacía girar su bolígrafo alrededor del pulgar, y Armando asentía ausentemente, al son de cada giro—, el Congreso aprobó exenciones tributarias para aquellas empresas que compongan su materia prima de industria nacional.

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