El Mentiroso

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Todo en ese bar era barato. Las servilletas, los vasos, la decoración, el jabón líquido del baño, y lo peor de todo, el papel higiénico: se deshacía por el mero roce con la piel. Armando salió rezongando del baño, luchando con los restos que se le habían pegado a los dedos, cuando no tuvo más opción que usarlo para secarse las manos.

—Pero qué era eso, ¿jabón o detergente? —Se frotó los dedos, fastidiado por la sequedad que el jabón había dejado en sus manos, siempre suaves y tersas.

Salió del pasillo del baño, y al volver al salón, algunas beldades le batieron las pestañas, lo llamaron con sus sonrisas, pero Armando las ignoró con mucho aplomo. Él tenía su target bien establecido, y no se mezclaba con mujeres que tenían el mismo nivel socioeconómico de, por ejemplo, Aura María.

«Por favor, no estoy discriminando», se convenció. Sabía que lo veían como un posible salvataje económico, y él no era lo suficientemente canalla, no como Mario, quien no tenía reparos en hacer promesas de ascenso social, con tal de llevárselas a la cama.

«¿Y Karina Larsson?». Armando rodó los ojos. No sabía por qué su voz interna solía ponerse autocrítica, en los lugares más inoportunos. «Ya, eso es distinto».

Armando jamás pondría un pie en un bar como aquellos, si no fuese por Mario. Su amigo elegía esa clase de lugares, cuando sus pretensiones no eran muy altas.

—Estas mujeres son como la comida fast food —Mario exponía, y no tenía ni el más mínimo rastro de culpa cuando lo hacía—. Es rica, barata, y te satisface sin demasiadas pretensiones.

Armando regresó a la barra, y se acomodó en su asiento, echando una mirada alrededor solo por costumbre, acomodando los hombros y alistándose las solapas de su saco, sin ser demasiado consciente que, con solo esos movimientos, ya había llamado la atención de varias mujeres, así como las miradas hostiles de sus acompañantes masculinos. Quiso retomar su trago, pero en reemplazo, una hamburguesa de tamaño descomunal, con una montaña de papas fritas que chorreaban aceite, lo saludaban.

—¡Pero Mario!, ¡qué es esto! ¡qué es esto! —Su amigo volteó hacia él, justo cuando estaba amoldando el tamaño de su mandíbula, a la hamburguesa doble carne que estaba a punto de zampar. Le dio un mordiscón tan grotesco, que la mayonesa salió chorreando por los dedos, haciendo que la nariz de Armando se arrugara de asco. Mario se lamió los dedos, pidiéndole unos segundos de paciencia, hasta terminar de masticar.

—Es una hamburguesa, hombre.

—¡Usted bien sabe cuánto odio comer con las manos!

Mario le dio otro mordisco, que pasó con un trago de cerveza.

«Marito el camaleónico», pensó. Su amigo tenía la capacidad de adaptarse a todas las clases sociales, sin parecer extraño en ninguna de ellas.

—Por eso le pedí cubiertos, ahí están —señaló un par que estaban al lado del plato. Armando tomó el mango de plástico de uno de ellos, y al sentirlo apenas grasoso, lo soltó de inmediato, como si portara alguna peste. El barman parecía haber escuchado la conversación, porque notó como lo miraba brevemente de reojo, y volvía su atención a su trabajo, con una sonrisa cuasi burlona, negando con la cabeza.

Armando echó una mirada a su alrededor: todos atacaban la comida de sus propios platos con las manos, sin tantas reticencias. Mario le sonreía, masticando, e instándole a sumarse a todos ellos. Echó el plato hacia adelante, negándose a comer. En cada oportunidad, le recordaba a Mario que esa sería la última vez que lo acompañaría a lugares así, pero siempre, ese hombre terminaba arrastrándolo de alguna manera.

AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora