Introducción

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Toda la vida pude haberme negado a creer en el viejo refrán que solía escuchar de mis padres; “El lugar donde te encuentras es donde debes estar. Si por casualidad alguna vez terminas viviendo frente a una cascada, hay una razón por la que tienes que estar allí”.
Recuerdo la primera vez que lo escuché, tenía doce años y fue durante una cena en verano. Yo discutía porqué una compañera de mi clase se iría a vivir a España, me sentía enojado, nunca había sido tan sociable como otros. No me parecía malo. En ninguno de los sentidos; pero tampoco era fácil hacer amigos de un día para otro.

—No deberías enojarte, Carlos. —mi padre me observaba.

—Tu padre tiene razón, hijo. No porque ella se tenga que ir a otro país tienen que dejar de ser amigos—dijo mi madre.

Por mi mente solo pasaban los recuerdos de todos los descansos que pasamos juntos, donde ella solía mostrarme los dibujos que hacía, era muy buena en eso. Me alentó muchas veces, pero simplemente era algo que no se me daba bien en absoluto.

—Es injusto.

Mi padre enarcó una ceja al escuchar mis palabras y mi madre se rio por lo bajo.

—¿Por qué es injusto?—cuestionó mi padre.

No tenía una respuesta, era habitual en mi. Mi padre siempre solía encontrar las respuestas a todas mis preguntas, pero cuando yo tenía que hacerlo, nunca daba con las respuestas.

Mi padre, José. Trabajaba en una empresa como administrador, meses después de graduarse consiguió ese puesto que nunca dejó. Papá solía ser alguien distante y de pocas palabras (cosas que yo heredé). Por otro lado, mi madre, Julieta. Era la persona más cariñosa y comprensible que jamás había conocido, trabajaba como contadora en una compañía de electrodomésticos. Mamá siempre fue buena con las palabras, mucho más que mi padre; el caso con papá era que detestaba que siempre tuviera razón en cualquier cosa que decía, que siempre encontrará una respuesta a todas mis preguntas. Siempre me preguntaba si había algo que él no pudiera responder.

Papá sonrió.

—Creo que la respuesta es que, te parece injusto que ella se vaya solo porque ya no podrán pasar más tiempo juntos—lo miré—. ¿O me equivoco?

No me gustaba perder, y siempre lo hacía contra él. Lo peor de todo, era que no podía enojarme ya que sus respuestas siempre eran correctas, acertaba todos sus argumentos sobre cualquier cosa que estuviéramos hablando.

Mi madre acomodó mis gafas, solían bajarse un poco hacía la punta de mi nariz.

—Cariño, tu padre y yo siempre hemos estado de acuerdo en una cosa—hizo una pausa—. El lugar donde te encuentras es donde debes estar. Si por casualidad alguna vez terminas viviendo frente a una cascada, hay una razón por la que tienes que estar allí.

—Eso no tiene sentido—dije.

—Tal vez no ahora, Carlos. Pero como lo acaba de decir tu madre, siempre hay una razón para estar en algún lado. Si tu compañera se tiene que ir es probable que algo mejor le espera en España, y que la vida sabe que ya no tiene ninguna razón para seguir aquí—explicó papá.
Sin embargo, seguía enojado, aún no comprendía porque Laura (ese era el nombre de mi compañera) tenía que irse.

Ahora iba a estar solo, nadie me impresionaría con sus dibujos ni me apoyaría en intentar hacerlos. Nadie pasaría todo el descanso junto a mi de nuevo, nadie. Nunca jamás.

O al menos, eso era lo que yo pensaba teniendo doce años. Ya que las cosas dieron un giro de trescientos sesenta grados cuando estuve a punto de cumplir dieciocho; cuando quise darlo todo por mamá y también conocí a Henry y Ana. Pero sobretodo, cuando "El hombre hecho de Ron" comenzó a acecharme en mis sueños.

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