Como Maxine no quiso aceptar el guante que Dylan le tendió al animarla a regresar a casa y reapropiarse del Fiat, tuvo que tomar el metro para llegar hasta Downtown, la zona del centro de Los Ángeles donde estaba la oficina en la que Carey trabajaba de lunes a viernes. Allí se había dirigido a primera hora de la mañana después de haber pasado una noche de perros deambulando por Hollywood con el corazón en un puño.
A pesar de que Carey no era particularmente feliz ejerciendo de secretaria en una empresa de moda, como daba a entender cada vez que su empleo salía a colación —esto siempre porque Maxine estaba ávida de conocer los detalles de una vida que se le antojaba envidiable—, a ella sí le parecía un sector lo bastante glamuroso como para enorgullecerse de su implicación. Según Carey le había contado a desgana, Hauture era una marca de ropa que aún estaba muy verde —todavía no había cumplido los cinco años en el mercado—, enfocada a un público joven y atrevido, pero Maxine había buscado información en internet por pura curiosidad y había descubierto que solo estaba siendo modesta. Era una marca emergente, sí, pero había nacido de la asociación de la gran Louis Vuitton, con sede oficial en París, con un diseñador de alta costura al que se le auguraba una carrera exitosa. El hecho de que Hauture pudiera permitirse toda la planta de un rascacielos en el área donde se encontraban las oficinas del gobierno del condado y las cortes federales hablaba por sí solo de su rotundo éxito.
Por lo que pudo apreciar en su tímido paseo, todos los trabajadores eran veinteañeros como ella, treintañeros como mucho, pero sabían aplicarse el maquillaje de manera que su piel pareciera de terciopelo, vestían con un gusto impecable y se les notaba el estrés al que estaban sometidos en la cantidad de viajes frenéticos que hacían hasta las máquinas de café. Maxine se había presentado allí con el mismo vestido de la noche anterior, con el rímel corrido a pesar de haber intentado limpiarlo con desesperación y con los rizos encrespados. Parecía que acabara de volver de una fiesta que se le había ido de las manos. Era algo que muchos de los empleados respetaban; algunos le sonrieron con complicidad, pero otros la juzgaron sin comprender qué hacía allí una mujer con tan poca clase.
Las oficinas de Hauture no tenían pérdida. Los corredores y salitas de descanso dividían los departamentos, compuestos por la antesala donde las secretarias recibían a los visitantes, el despacho del director y los otros dos o tres escritorios de los colaboradores de la sección. Maxine preguntó con un hilo de voz dónde podía encontrar a Carey Reynolds y siguió las instrucciones para localizarla al fin en un moderno recibidor. Las pocas paredes que no estaban acristaladas u ofrecían vistas al distrito financiero brillaban gracias a los azulejos blancos.
Carey estaba de pie grapando un taco de papeles cuando alzó la mirada y la vio. Su gesto de concentración fue enseguida sustituido por una mueca de preocupación.
—Maxine, por Dios, ¿de dónde has salido? —preguntó, rodeando el escritorio central para ir hacia ella. Le pasó un brazo por los hombros, ceñuda—. No te habrás ido de rave sin mí, ¿no?
Maxine se tragó el nudo de la garganta como buenamente pudo.
—Dylan me ha dejado —anunció.
Había pasado la noche entera intentando practicar para sus adentros para no romperse cuando se lo contara, pero no había logrado verbalizarlo hasta ese momento, y su cuerpo reaccionó tal y como había esperado, vibrando de forma violenta, preparándose para vomitar la bilis.
Carey abrió la boca para decir algo, pero no se le ocurrió el consuelo perfecto, y no era una mujer que hiciera las cosas a medias. Ni siquiera dar sus condolencias.
—Dame un momento —le pidió con el dedo en alto.
Dio media vuelta sobre los tacones, de los que solo se veían las puntas afiladas debido al largo del pantalón de pie de elefante. Esa mañana, Carey había optado por un estilo masculino: llevaba una camisa blanca con las mangas abullonadas y frunces en el cuello alto, al más puro estilo versalles, combinado un chaleco con el corte por encima de los riñones. El tono ciruela del traje le sentaba de maravilla.
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FURTIVO: Esta noche mando yo
RomansaNUNCA LE DIGAS A UNA MUJER QUE NO ES LO BASTANTE VALIENTE. Maxine Sagal llevaba una vida sencilla sin proyecciones de futuro: vivía en Los Ángeles con su prometido, Dylan Bradbury, uno de los herederos de la famosa multinacional tecnológica de Nueva...