En apenas unos segundos me tuve que decidir entre decir la verdad o mentir. No quería que nada me relacionara con aquel crimen, pero tampoco estaba seguro de poder mentirle a Mirrh (más por falta de capacidad que por la ausencia de ganas). Después de todo, ¿no era aquel su trabajo? Intenté falsear la verdad, adornando mis mentiras con medias verdades. Dije que trabajaba para una corte menor y evité dar detalles tanto como pude. Aún así, cuando terminé de relatar mi historia (o al menos aquella parte que me relacionaba con el hábito real), me invadió una sensación de inseguridad. ¿Sería capaz de mantener aquellas mentiras? ¿Y si, de repente, me olvidaba de los detalles? ¿Y si se me escapaba la verdad?Mirrh no dijo nada. Permanecimos en silencio y con la mirada perdida durante minutos hasta que, de la nada, asintió, se puso en pie y me invitó a salir de allí. Sin mordazas ni ataduras. Por mi propio pie.
Me sorprendió descubrir que, en realidad, nos encontrábamos en mitad de la mañana; había perdido la noción del tiempo en aquel cuartucho que siempre permanecía oscuro y húmedo.
Me guió a lo largo de una taberna abarrotada de gente y, a través de unas escaleras de madera que crujían y cedían bajo nuestros pies, nos adentramos en el segundo piso. Penetramos en aquellos laberínticos pasillos, ignorando las puertas abiertas y las miradas herméticas. El ambiente, incluso en la segunda planta, era festivo y descarado. En las esquinas, sin ningún tipo de pudor, se entregaban al arte de lo ilícito; desde tratos indebidos, hasta muestras de pasión que cruzaban con creces el umbral de lo apropiado.
Cuando llegamos al final del pasillo, Mirrh me pidió con un gesto que esperara mientras se adentraba en una de aquellas habitaciones. Cerró la puerta a sus espaldas y ni siquiera tuve tiempo de echar un vistazo a lo que se encontraba en el interior.
Me sentía ansioso y fuera de lugar. No paraba de darle vueltas a que, después de todo, lo único que me garantizaba que mi vida estaba a salvo era una corazonada. No conocía a Mirrh. No conocía a aquella gente, ni tampoco sabía qué harían conmigo. Pero en aquel momento estaba solo, ¿de verdad sería tan fácil escapar de allí?
No.
Si echaba a correr no tardarían demasiado en darme caza. Tenía que esperar. Ganarme su confianza y, cuando menos se lo esperaran, fugarme. Sólo tenía que mantenerme con vida el suficiente tiempo.
No sabría decir cuánto tiempo estuve allí postrado, aunque no creo que demasiado. A pesar de que nos encontrábamos en un pasillo secundario, decenas de personas pasaron por allí. Todos me prestaron la misma atención que a un mueble. Todos, excepto una. Se detuvo y me dedicó una mirada lasciva. Tenía el pelo rizado y alborotado, y el vestido a medio poner. Uno de sus senos escapaba entre las telas de su corpiño. Yo desvié la mirada; mi timidez le pareció divertida. Se aproximó entonces hacia mí, ondeando sus anchas y redondas caderas al compás de la música.
En el momento justo en el que sus dedos tocaron mi esternón, Mirrh abrió la puerta y me dejó pasar.Dentro de la habitación se encontraba Tilda, la curandera, quien debía rondar los 60 años y tenía un cuerpo groso y poco ejercitado. Con los dedos de una mano podría haber contado el número de dientes que, ennegrecidos, aún conservaba. Fumaba de una pipa sin parar y tenía principio de cataratas. Para variar, la sala de curas, como ella lo había llamado, hacía años que carecía de un sistema de desinfección apropiado (a juzgar por el polvo que se amontonaba en las esquinas y las manchas de sangre vieja y seca que adornaban muchos de los enseres).
Ella tomó asiento en una mecedora, junto a la ventana, donde unos pajarillos canturreaban dentro de una jaula de alambre. Mirrh colocó un taburete a tres zancadas de ella, y me invitó a que tomara asiento. Él permaneció de pie, a mis espaldas.
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HONOR Y CAUSA
FantasíaCometer un crimen es sencillo, sólo necesitas unos segundos de adrenalina. Lo complejo viene después; justificarlo, vivir con ello.