Prólogo

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«¡Cómo has caído del cielo, oh lucero de la mañana, hijo de la aurora! Has sido derribado por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Pero tú dijiste en tu corazón: "Subiré al cielo, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono, y me sentaré en el monte de la asamblea, en el extremo norte. Subiré sobre las alturas de las nubes, me haré semejante al Altísimo..."»

Isaías 14:12-14


—¡Jamás me arrodillaré ante ti!

El rugido de las palabras de Samael hizo eco hasta en el último rincón del Reino de los Cielos.

Pero su Padre ni siquiera le miró.

Azrael sujetó el brazo de su hermano contra el suelo. Este, humillado, sintió cómo el Ángel de la Muerte le hincaba la rodilla con saña en la baja espalda para reducirle, consciente del dolor que le estaba infringiendo.

Disfrutándolo.

Miguel tomó el cuenco de plata líquida con cuidado de no abrasarse a sí mismo en el proceso. El humo llegó a las fosas nasales de Samael y penetró en lo más hondo de su pecho, como si la misma plata lo recubriera por dentro, impidiéndole respirar. Apartó la cabeza, queriendo alejarse de ese olor, pero su hermano Azrael lo cogió por su cabello negro, ondulado y largo hasta las clavículas, y le aplastó la mejilla derecha contra la superficie para retenerlo. Después le extendió la mano sobre el mármol pulido que recubría gran parte del Reino, bajo la atenta mirada del resto de hermanos y hermanas, y la sujetó con fuerza para que no la apartara.

De nuevo, su Padre no miró. Ni siquiera pestañeó. Tan solo un leve asentimiento de cabeza por su parte bastó para que Miguel vertiera el espeso y ardiente líquido sobre la mano izquierda de Samael.

El grito que este profirió, hizo temblar hasta al último de los querubines.

La plata abrasaba su piel y, cómo si de una escurridiza víbora se tratase, con inteligencia y vida propia serpenteó alrededor de su dedo anular hasta envolverlo en un anillo que se fundía en él, infligiéndole auténtico dolor.

La garganta de Samael se desgarró en gritos que no pudo acallar. Pues una vez que la plata rodeó su dedo, sus alas empezaron a temblar. Sus ojos quedaron en blanco cuando su ala izquierda se replegó sobre sí misma en un ángulo antinatural e imposible, quebrándose. Un hilo de saliva cayó de sus labios hasta el suelo por la agonía cuando el ala derecha imitó a su gemela. El chasquido atronador de la rotura de sus alas reverberó entre los hermanos, que no lograban despegar sus ojos del dantesco espectáculo.

Samael gritó.

Forcejeó.

Se revolvió.

Pero nadie hizo nada.

Nadie intentó evitar el abrumador dolor que estaba viviendo.

Pero no tenía punto de comparación con saber que su propio Padre lo había ordenado. Y ahora lo presenciaba, sin hacer nada al respecto.

Sintió cada parte de sus alas romperse, doblarse y retorcerse. Y en todo ese proceso, no dejó de bramar y gritar hasta que su voz se deformó en un rugido ensordecedor. Algunas de sus plumas blancas empezaron a caer. Otras, a tornarse grises.

Negras.

Sucias.

Ensangrentadas.

Ante todos, Samael fue el primer ángel que sangró.

Y el líquido espeso, incesante y rojizo como una rosa en primavera, recorrió cada rotura de sus alas. El icor se deslizó brillante desde el nacimiento rasgado de las mismas en su espalda, hasta la última y destrozada pluma, antaño blancas como las nubes. La sangre caliente goteaba de ellas, repiqueteando contra el frío mármol impoluto.

Hasta que el Infierno se congeleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora