Epílogo

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En manos de Dios, a cualquier mínima y sencilla tarea le dedicaba una precisión de orfebrería. Con movimientos hábiles, pulcros y decididos, terminó de pegar el cuero algo rugoso al cuaderno y ajustó la última esquina de oro bajo la atenta mirada de un joven Samael. Dios observó a su hijo, que tensaba el cuero para que quedara perfecto, y con una sonrisa dio el trabajo por zanjado. Samael palmeó sus manos entre sí, sacudiéndolas, y se cruzó de brazos sobre la mesa.

—Entonces... ¿ya está?

Dios arqueó las cejas y admiró el cuaderno sobre la mesa.

—Casi —apuntó, tomando la pluma del tintero de oro—. Tan solo falta una cosa más.

Con pulso férreo y precisión, escribió letra por letra sobre el cuero en una perfecta caligrafía. Samael estiró el cuello para ver más de cerca como la tinta de oro secaba sobre la superficie y se grababa eternamente en ella. Dios miró a su hijo y este, frunciendo los labios, asintió en un gesto seguro, dándole su aprobación con una divertida mirada.

—¿Y el cuaderno nos advertirá sobre el futuro?

—Así es —afirmó su Padre, antes de soplar sobre la tinta. Una débil luz recorrió el Cuaderno de Profecías hasta que se apagó al adentrarse en él y perderse entre sus hojas. Samael parpadeó perplejo—. En un lugar donde el futuro es incierto y el destino se encuentra en vuestras manos, nos vendrá bien tener algo que anticipe aquello que sea de importancia.

Su hijo abrió la boca en una «o» ciertamente entrañable en su rostro joven, enmarcado por un pelo negro como la noche y largo a capas hasta el mentón. Dios observó cómo se ondulaba con rebeldía y se movía cuando ladeó la cabeza, asombrado. Se señaló a sí mismo.

—¿Nosotros también?

Asintió una vez más.

—Todos mis hijos, humanos o no, construirán su camino en base a sus decisiones y tendrán la libertad de elegir qué desean hacer con sus vidas.

Las cejas de Samael se fruncieron sobre su mirada, ensombreciendo el vivo color azul de sus ojos despiertos.

—Pero... si hay normas que limitan y coartan nuestros deseos y voluntades, ¿qué libertad es esa?

Demasiado despiertos quizá.

—Las normas aportan estabilidad, Samael. Sirven para mantener un orden.

—Y también sirven para mantener controlados a quienes las siguen.

Los ojos de Dios volvieron a recaer en su hijo cuando aquella frase escapó de él de manera incontrolable.

—Existen para delimitar un bien y un mal, hijo. —Aquella vez, la rectitud en su voz sonó algo más elevada de lo normal—. No puede haber decisiones sin consecuencias, sean estas buenas o malas. Os permite alejaros o acercaros a mí, eso es lo que debéis decidir.

—¿No es el bien y el mal meramente una cuestión de opinión?

—Es una cuestión de principios.

Samael volvió a fruncir el ceño, su mandíbula se tensó ligeramente.

—Pero es... subjetivo e injusto —insistió, con la mirada perdida en la robusta mesa de madera bajo sus brazos—. ¿Por qué debería alejarnos de ti que nuestros principios sean diferentes a los tuyos siempre y cuando no afecten a terceros? ¿Y si mi libertad y mis deseos van más allá de lo que a juicio de otros es correcto? ¿Merezco acatar las normas y ser infeliz entonces? ¿Quién decide lo que entra dentro del bien o del mal?

—Yo lo decido, Samael.

El silencio cortó el ambiente con afilada incomodidad. Samael se mordió los labios y parpadeó, apartando la vista. Pero no agachó la cabeza.

Hasta que el Infierno se congeleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora