CURLY EVANS
Orgullo y (pre)juicio
¡De putísima madre!
Me pegué otra ducha de agua fría en el cuarto de baño de mi habitación, en la segunda planta del privado y exclusivo residencial a las afueras de Binghamton. Creo que me quedé debajo del chorro durante varios minutos, incluso más de lo necesario, tiritando como un perro yorkshire (esa raza canina propensa a temblar, ya fuera por frío o por otros motivos) y soportando estoicamente los pequeños espasmos involuntarios que sacudían mi cuerpo para lograr aumentar la circulación sanguínea y liberar adrenalina, con el fin de favorecer el flujo de oxígeno en mi organismo. O al menos eso fue lo que recordé de Úrsula justo antes de tomar el tripi y tragarlo como si fuera un simple analgésico o una golosina de fresa.
Cerré el grifo y, tras salir del plato de ducha, me envolví en una amplia toalla, sin poder evitar que la imagen de Tyler Lewis, alias el metomentodo y a lo Jay Killiam (un agente secreto en la archiconocida película cinematográfica) o séase: el escolta de la primera dama, cuya misión era proteger a Lara Craig, la esposa del presidente de los Estados Unidos, martilleara sin cesar en mi cabeza.
Pero ¿quién coño se creía que era? ¿Mi jodido guardaespaldas?
¡Lo que me faltaba por ver!
Sacudí la cabeza tras soltar la toalla, que dejé caer al suelo, y caminé descalza hacia la cama, donde descansaba el atuendo que debía ponerme para la cena. Una elección impuesta por mi querida madre (entiéndase el sarcasmo), quien, a pesar de tener los senos más voluminosos que los míos y de medir un palmo más que yo, a mis dieciocho años recién estrenados, seguía convencida de que no era capaz de elegir un vestuario apropiado para cada ocasión, temiendo que pudiera avergonzarla a ella o a nuestra familia con mi presencia.
En resumen, mi madre se avergonzaba de tener una única hija y no sentía remordimientos por ello. Con el paso de los años, aprendí a endurecerme ante su actitud con indiferencia y una gran cantidad de desilusiones, lo que fortaleció mi piel y la cubrió con una armadura invisible para protegerme de futuros desencantos.
Pincé con la yema de los dedos el pedazo de ropa, como si al hacerlo pudiera contagiarme alguna enfermedad mortal, y la observé de soslayo sin dejar de arrugar la nariz en señal de desaprobación. Para poneros en antecedentes, os diré que se trataba de un vestido ochentero en un tono parecido al agua marina, pero mucho más sobrio, sin estampados llamativos, colores fluorescentes ni formas femeninas osadas.
¡No, en absoluto...!
El atuendo que sostenía con bastante repudia era de mangas amplias y almidonadas con grandes hombreras, de corte recto por debajo de la rodilla, con la firme intencionalidad de evitar marcar mi silueta. ¡No resultara ser que una servidora osara levantar mástiles embraguetados o ideas pecaminosas por doquier!
¡Válgame el Señor!
Puse los ojos en blanco y solté una sonora risotada que retumbó en las asalmonadas paredes de mi cuarto. Luego centré toda la atención en el par de bailarinas exentas de tacón que aguardaban en el interior de la caja de cartón, que consiguieron cargarse cualquier atisbo de dignidad adolescente que a mi corta edad hubiese tenido. En serio, habría preferido llevar unas zapatillas Superga que, para el efecto casual que buscaba mi madre con el conjunto, también daban el pego.
Susan Elisabeth Andrews tenía el sentido de la moda en el culo...
Resoplé con exasperación.
Acto seguido, me enfundé en la vestimenta con displicencia, cuestionando la idea de simular padecer una dolencia para no tener que descender al comedor, fingir mi apatía y tener que soltar risas falsas a los presentes, aunque fuese mi cumpleaños. Sería sumamente fácil, excepto porque me frené en el último momento para no faltarle al respeto a mi padre, que, aunque estuviera poco en casa y la mayor parte del tiempo yo ya me encontrara en los brazos de Morfeo, era el único que merecía la pena. Bueno, él y los perros: Max y Hara. Dos preciosos mastines españoles que llevaban casi una década haciéndonos compañía. Además, la santa fiesta ya me la había pegado hacía sólo unas horas, por lo que esa pantomima estaba de más.
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NEW YORK. Skyline, 2 (cada jueves a las 21h)
RomancePobre niña rica... Esa frase tan trillada y que en ocasiones suena tan peliculera, me ha ido persiguiendo a lo largo de todos estos años, desde siempre, desde que tengo uso de razón, al igual que si estuviese tatuada en medio de mi frente para no ol...