CURLY EVANS

Pobre niña rica

(Charles Jarrot, 1987)



Jueves, 9 de agosto de 1993

Binghamton, Nueva York

A pesar de sabérmelo al dedillo, hojeé de refilón las anotaciones destacadas en distintos colores de mi apretada agenda, aquélla forrada en tonos rosáceos y corazones perfilados en purpurina, la misma que descansaba sobre la mesita del escritorio junto al tocador.

Cada color tenía su relevancia y, entre la extensa gama, destacaban: el verde para las actividades extraescolares, el azul para los trabajos grupales y el rojo para los eventos familiares. Todo debía estar bien organizado, bien estructurado y, además, era de obligado cumplimiento, como si el saltarme a la torera esa última particularidad significara la expulsión del Edén, pues, a vista de todos, mi vida, esa vida de niña rica, era vivir en el puñetero Paraíso; nada más lejos de la realidad.

—Ballet a las 5:30 p.m., solfeo a las 7:00 p.m., francés a las 8:30 p. m.... —fui enumerando de viva voz todas las ocupaciones diarias al tiempo que atravesaba la habitación a grandes zancadas, instantes antes de pescar la chaquetilla tejana del ropero, colgarme la mochila en el hombro derecho y coger la carpeta, los libros y el estuche, para cerrar la puerta tras de mí de un golpe seco.

Rauda, descendí a la planta baja aún a riesgo de trastabillar y caer rodando por las escaleras, pues no quería llegar tarde a las clases de verano previas al ingreso en la universidad. En realidad, no debía llegar tarde, NUNCA. Pues esa negligencia solía pagarla cara o, lo que era lo mismo: resultaba un motivo más que justificado de una severa amonestación por parte de mi progenitora. Ejemplos de castigo estrella eran la confiscación de mi paga semanal y también la reclusión en mi cuarto durante todo un fin de semana, como si de un animal enjaulado en el zoo me tratara; algo que no iba a permitir que ocurriera bajo ningún concepto.

En consecuencia, y como de costumbre, cada mañana a las siete en punto, de lunes a viernes, recorría ese largo pasillo, atravesaba corriendo el salón como si me fuera la vida en ello e irrumpía en la cocina como un vendaval para situarme frente a la isla y tolerar que la mujer que me había traído al mundo gozara de su particular escrutinio visual.

«Pasar revista», así fue como designé a ese acto que, además de ser denigrante, rayaba en lo patológico.

—Buenos días, madre.

En efecto, y aunque suene raro y carente de afecto, debía dirigirme a ella con esa frialdad absoluta. Cabe añadir que ella y sólo ella era la promotora, quien me había amaestrado así o, por lo menos, era así como está alojado en mis recuerdos desde que era una enana y mi cabeza no se separaba tres palmos del suelo.

—Buenos días —me regaló una lenta respiración, al tiempo que dejaba de sorber por un momento la taza de té, cerrar el libro que estaba leyendo tras colocar un marcapáginas, observarme de arriba abajo y luego de abajo arriba, recreándose, sin dejar un solo recoveco de mi anatomía por analizar, y escupir—: La falda, Charlotte... El largo de esa falda no es el correcto ni el estipulado para una señorita. Acércate. Vamos.

Y dicho y hecho, me planté frente a ella para su deleite personal. Mi madre no tardó en aproximar su mano a mis piernas y luego, alienando dos de los dedos en paralelo, midió la distancia comprendida entre mi rodilla y la mitad de mi muslo.

—Está rozando el límite. —Chascó la lengua, alzó la vista y me miró, osada, a los ojos—. Asumo que eres consciente, ¿verdad?

No quise responder a eso, sencillamente moví la cabeza y asentí. Mi madre y su turbadora obcecación con todo lo referente a mi vestimenta, imagen y semejanza. Hasta el mismísimo puñetero punto de haber ideado algo parecido a una fórmula matemática similar a la proporción áurea(1) de Leonardo Da Vinci, en el siglo XVI, y así averiguar el largo ideal de mis faldas.

NEW YORK. Skyline, 2 (cada jueves a las 21h)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora