Capítulo II

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Amar la soledad no es sinónimo de querer sentirse solo.
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La preparatoria Le MooreColl.

A simple vista se veía como cualquier otro edificio de los alrededores. Se trataba de un edificio abandonado que se estaba cayendo a pedazos pero gracias al Ayuntamiento consiguieron reconstruirlo el verano pasado remodelándolo por completo.

Estaba decorado con un cartel de bienvenida que acaparaba la entrada principal intentando agradar la estancia a los nuevos estudiantes de este centro educativo. No veía detalles que impresionaran o destacaran salvo esos gigantes globos blancos que acompañaban a la decoración de la entrada llamando la atención para sacarse un selfie.

Demasiado grandes personalmente.

Llegue a tiempo, era lo único que me importaba. Entre en la institución con intención de encontrar entre las clases de primer año la que me correspondía. Aparte de ser de alto prestigio, esta preparatoria regía por la conducta y capacidad académica de cada estudiante. Cualquier ignorante del planeta Tierra pensaría eso olvidando los contactos o lo monetario.

Lo sabía ya que, semanas antes de llegar aquí el consejo estudiantil, citó a todos los estudiantes entrevistándolos con una serie de preguntas cuyo objetivo, según ellos, era determinar la clase indicada para cada alumno. No descifraba como dividían los más de quinientos alumnos de este centro pero lo que sí sabía era que me había tocado la clase de primer año D. Cabía recalcar que cada año escolar se dividía en letras que varían de la A-D.

No contaba con estar en la última posición, intenté no darle demasiada importancia mientras entraba en clase, la cual se encontraba llenándose de los que tendría que llamar compañeros durante todo el año. Me senté solo en la última fila. El pupitre era de forma rectangular con un par de sillas dándome entender que lo más probable es que tengamos que compartir espacio personal. Nunca me gusto hacerlo.

Hice un insulto a mi persona ya que con mi nula fe pedí ayuda divina para que el número de alumnados de esta clase fuera impar. El número de alumnos resultó ser impar aunque el Señor ponía mis propias plegarias en mi contra junto al efecto mariposa en su favor. El mismísimo chico pecoso del autobús estaba en mi aula, junto a mi. A mi lado.

Maldita divinidad.

El pecoso cerró el libro, que seguía leyendo desde entonces, dirigiendo su atención en mi.

-  Mismo asiento en el autobús, en clase. Las coincidencias están de nuestra parte. ¿No crees?

Decía con un sentimiento que no sabría describir con exactitud pero juraría que era mezcla de tanto de inquietud como de emoción. No respondí a su pregunta.

No creía en este concepto, popularizado por el psicólogo Carl Jung. Este sugería que ciertos eventos coinciden de manera significativa sin una relación causal directa. Estas coincidencias pueden parecer demasiado significativas para ser meras casualidades, lo que lleva a la creencia de que hay un significado o una sincronización en los acontecimientos.

-  ¿Cómo te llamas? Sería raro no saber el nombre de tu compinche de estudio.
Mencionaba a continuación.

Lo siento mucho, perdí mis modales. Yo me llamo Clift, Clift Swift.

Al fin sabía el nombre del pecoso. Al pronunciarlo pude al fin confirmar mis dudas.
Realmente era extranjero con todas las de la ley.

No sabía que hacer a continuación, si escribirle mi nombre en un papel cualquiera o si empezar a hablar de una vez por todas desenmascarando esta falsa. La segunda opción me parecía la más responsable pero también me parecía la más arriesgada. No sabría cómo reaccionaría el chico al tal impactó o si se ofendería al tal límite de no volver a hablarme. No tuve que elegir. Desde la puerta principal del aula aprecio una sujeto de gran altura y piel blanquecina que acompañaba a esa gran cara de juez.

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