➵ Capítulo Dos

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"You're here."
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Nadie jamás dice nada de las moscas. De la muerte nos han preparado para enfrentar el dolor, la agonía, la partida, los llantos, pero no las moscas. Nunca las moscas. Y yo las siento ya revolotear alrededor de la herida, hundiendo sus sucias patas en la sangre caliente, intuyendo entre vuelos erráticos el cadáver, la putrefacción próxima de mi carne. No existe tal cosa como la muerte elegante, y de esta forma indigna se acerca mi hora: ya lo zumban las moscas. El fragor de la batalla ha cesado; el aire es denso y caliente, huele a sangre y huele a muerte.

Ya se acerca mi hora.

Nunca, durante mi vida, me permití creer en Dios. Tampoco en la mitología del juicio, del castigo divino o la recompensa celestial. Creo más en la existencia desdibujándose despacio ante mis ojos; creo que después de la vida sólo se vislumbra la nada más brutal. Pero quizá me equivoque.

Espero me equivoque.

Supongo que me gustaría toparme a mi vida de frente, desandar cada paso que he dado desde mi nacimiento hasta mi muerte, ver a Dios a los ojos y decirle a la cara, con la voz fuerte y el pecho inflamado de orgullo, que no me arrepiento de nada. La marca ha dejado de doler; Él está muerto. No me arrepiento de nada.

O bien, de casi nada. Quizá ahora que mi tiempo termina pueda permitirme, no sin cierto capricho, reprocharme la postergación. Postergación que de ninguna forma quisiera llamar "tiempo perdido"; si hay un Dios sabrá que ningún momento con ella fue tiempo perdido. También sabrá cuánto daría por una noche, por una hora, por tan sólo un minuto más. Pero tenía tan sólo dieciséis años, y yo la dolorosa tarea de ignorar que comenzábamos a desearnos, que los besos se teñían de urgencia y que sus dedos en mi espalda quemaban cada noche un poco más. Porque era sólo una niña jugándose en la boca los cubitos de azúcar para el té. Porque sus manos se enredaban en mi cuello. Porque me besaba con labios abiertos y el azúcar disolviéndose entre su lengua y la mía. Porque era sólo una niña que de un momento a otro se me antojaba mujer.

Pero el té terminaba cada noche en la bandeja, siempre intacto, siempre frío, porque el calor y el tacto se perdían entre mis manos y su piel; su piel que ardía con la intensidad de mil fuegos incluso a través del uniforme escolar. Y entonces gemía. Gemía y se detonaban todas las alarmas, de nuevo demasiado tarde, de nuevo demasiado lejos.

Debes volver a tu torre —le ordenaba susurrándole entre besos roncos.

Sólo un minuto más.

Pero debía acomodarle la ropa, besarle la frente, aferrarme al último atisbo de mi sanidad mental.

—Es tarde ya.

Separándome de su cuerpo caliente, levantándome del sofá. Hoy firmaría una carta permiso por si Umbridge, por si Filch. Mañana intentaría distraerla en cuanto llegara a mis habitaciones. Quizá le preguntaría de Potter y ella bufaría antes de decir cuánto intenta convencerlo de la importancia de enfocarse en sus lecciones de Oclumancia y cuán poco le hace caso. Quizá nos besaríamos ya demasiado tarde. Quizá estaría a salvo esa noche también.

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¿De verdad, Severus? ¿Literatura muggle? —preguntaste esa noche, con sorna, tomando del librero una edición antiquísima de Romeo y Julieta que perteneció a mi madre, arqueando ligeramente la ceja derecha en un gesto que era más mío que tuyo y cuya aparición en tu rostro infantil me hizo reprimir apenas una sonrisa.

Comencé a relatarte la historia de Shakespeare según los anales de la magia mientras acomodabas la cabeza en mi regazo y mis dedos jugaban a ensortijar tus cabellos castaños: el drama de un mago de sangre pura caído en desgracia por las relaciones que había cosechado con los muggles; el ministerio creyendo que sus libros eran peligrosos, que revelaban demasiado; la orden de hacerlo envenenar.

𝘾𝙝𝙖𝙣𝙜𝙚𝙨 𝙖𝙣𝙙 𝙀𝙫𝙚𝙨 -Severus SnapeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora