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Las mentiras más antiguas, capítulo 1: El matrimonio.

No creo en el matrimonio. No en el matrimonio humano feliz para siempre al menos, bueno, claramente existe el matrimonio así que no es una cosa de creer o no, pero sí creo que es una gran falacia sobre la felicidad. Pasar veinte, treinta, incluso cincuenta años con la misma persona en armonía y felicidad. Es como el Papá Noel de los adultos.

No somos fieles, ni leales por tanto tiempo, somos humanos.

Me creo que los pingüinos o los gansos o los patos o sea cual sea ese animal del que se habla, se empareje para toda su vida, pero los humanos somos animales diferentes. Tenemos la distintiva habilidad de ser malvados, desleales, traidores, idiotas, mentirosos, egocéntricos y egoístas, y el don que más me asusta, la crueldad. Los otros animales no tienen esa capacidad, no está en su naturaleza, son puro instinto, si matan es para comer o no ser comidos, nosotros torturamos.

Así que permítanme dudar de que alguien que puede ser todas estas cosas, pueda vivir felizmente con la misma persona cuarenta años, amándola y respetándola.

Ahora, no me malentiendan, no todo es malo en los humanos. Creo en el amor que pueden dar y sentir, a corto plazo por supuesto. Pero a diferencia de muchos, acepto que el amor es una serie de coincidencias, similitudes, un cóctel de hormonas y lugar y tiempo específicos. Nadie se enamora en el funeral de su madre (lugar, tiempo), nadie se enamora de alguien que no le parece atractivo física o al menos mentalmente (hormonas), no hay enamoramiento sin conexión y la conexión se da a través de las cosas en común (similitudes), y la parte importante: coincidir en espacio y tiempo. No es más que atracción y conexión. Aunque en algunos casos, admito, hay una chispa de algo más, que se desvanece cuando llega la resaca.

Creo en el enamoramiento rápido y fuerte, como una ráfaga de viento en la cara, si la ráfaga durara un par de horas suficientes para tener una conversación, porque nadie se enamora sin haber cruzado palabras, aunque las comedias románticas digan lo contrario. Creo en la conexión que puedo sentir después de veinte minutos de charlas sin sentido sobre lo que sea, creo en la atracción que siento por una sonrisa y una risa y su forma de sostener la cerveza, creo en lo cómoda que me puedo sentir junto a una persona en el lugar y tiempo correcto, creo en la certeza momentánea de que sí puedo creer en el matrimonio feliz y eterno.

Así que por supuesto creo en el amor que llega enseguida del enamoramiento, creo en la fuerza con la que llega, y lo abrasador que es, en cómo te da vueltas y te pone del revés, y te hace querer que no termine. En las comedias románticas los llaman frecuentemente, amores de verano, porque eso duran, solo una estación... o menos.

Porque las conexiones son fugaces, los enamoramientos son efímeros y el amor se termina, más temprano que tarde. Así es como permanecen inolvidables y agradables. Cásate o intenta que dure más de lo debido y termina convertido en una pesadilla de monotonía, peleas, descontentos, traiciones, desconexión y divorcio, en el mejor de los casos.

No creo en el matrimonio porque no he conocido uno solo que se ame y sea feliz, si son felices son recién casados, si están locamente enamorados son recién casados, si pelean todo el puto tiempo el amor se acabó. Porque después de diez años con la misma persona el desgaste y aburrimiento son insoportables. El amor abrasador no supera las deudas, las cuentas, las llegadas tarde, las discusiones hirientes ni el tedio. El amor vehemente dura tres meses. El amor ferviente sale por la ventana cuando el hambre entra por la puerta. Y ni siquiera tiene que ser hambre, solo algo tan desalentador y preocupante como ello.

Así que acá dejo un consejo para quien lo quiera, de parte de una hija que hubiera sido más feliz con padres divorciados: no te cases, vas a arruinar el mejor sentimiento que has tenido (porque por algo te quieres casar), disfruta el amor intenso, vehemente y apasionado el tiempo que él quiera estar, y cuando se vaya déjalo ir en paz y agradecido de haberlo conocido, porque no todos tienen la suerte.

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