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Llevaban alrededor de dos horas a constante galope entre ár- boles. La oscuridad de la noche se había vuelto más densa y las estrellas brillaban entre los huecos de las hojas con más intensidad que en la aldea iluminada de Crawley.

La nuca rubia que trotaba delante de su barbilla estaba sos- pechosamente callada y solo rompía el silencio en las escasas ocasiones que había detenido el caballo para comprobar el mapa y la brújula.

Al fin, Amanda decidió detenerse para pasar la noche, cer- ca de un riachuelo. El lugar parecía estar totalmente aislado de ningún asentamiento humano. Y, al parecer, eso era lo que ella perseguía. Los únicos sonidos que se escuchaban eran aquellos naturales al bosque, insectos, pájaros nocturnos y el repiqueteo del agua del riachuelo contra las piedras del cauce.

―Callum, quítate esa camisa. Voy a lavarte la herida en el río.

La obedeció sin rechistar. Siempre le agradaba ver como esos bellos ojos admiraban su torso, y en esos momentos, a solas con ella en el bosque, tenía más ganas que nunca de despertar su interés.

Cuál fue su decepción al ver que la cabizbaja muchacha no levantó la mirada para admirarlo como había ocurrido en el pasado. En lugar de eso, se concentró en lavarle la herida concienzudamente y volcó sobre esta un pequeño recipiente. Estaba a punto de preguntarle de que se trataba cuando sitió un horrible escozor y tiró del brazo. Pero la joven había anti- cipado esa reacción y lo sostuvo con firmeza.

―¡Detente, Callum!, solo es un poco de sal, para limpiar la herida. No tengo nada mejor.

―Duele ―refunfuñó relajando el brazo.

―Las infecciones duelen aún más.

―No exageres. No es tan profunda.

―Por si acaso.

Era fascinante cómo la joven logró llevar toda la pelea sin tan siquiera mirarle una sola vez. Se concentró en hacer tiras con su camisa. Y usó dos de ellas para vendarle el brazo con fuerza.

―¿Quieres cortarme el brazo con esa venda? ―le espetó malhumorado. Era consciente de que se estaba portando como un mocoso malcriado, pero la repentina frialdad de Amanda lo estaba irritando―. ¿Qué voy a ponerme ahora? Si duermo a la intemperie con el torso descubierto amaneceré con un resfriado o algo peor.

―Al menos amanecerás ―musitó ella con tono sombrío.

―¿Se puede saber que te ocurre? ―le gruñó, perdiendo la paciencia―. ¡Basta ya, Amanda! ¡¿Qué está ocurriendo?!

¡¿Por qué nos escapamos al bosque en lugar de quedarnos a esperar que pase la tormenta?!

Lo miró a los ojos por primera vez, mientras apretaba los labios hasta dejarlos blancos. En sus ojos pudo ver que lo con- sideraba un cadáver andante y que estaba a punto de comen- zar a llorarle.

―No eres inmune, Callum ―murmuró al fin, ahogándose en su propia garganta―. Te han estado suministrando el an- tídoto a cada tres días. Te quedan dos días de protección; y luego volverás a ser vulnerable ante la bacteria.

Se quedó mirándola durante un instante, rogando que fuera una retorcida broma; pero al mismo tiempo sabía que no lo era.

―¿Cuál es el antídoto? ―preguntó desesperado. Su voz tan estrangulada como le había sonado la de ella.

―Solo la comisión internacional conoce ese secreto. Es un secreto celosamente guardado, porque si llegara a hacerse público, cualquier mujer podría intentar hacerse con él y des- pertar a su siervo.

Callum se dejó caer hacia atrás y apenas sintió el agua que mojó su trasero. Ni siquiera le importó que sus pantalones se permearan con las frías aguas del río.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora