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Subieron por las escaleras de madera y sus escalones, hume- decidos por años de clima inglés, rechinaron bajo el peso de sus cuerpos. Callum observaba discretamente los cuadros que adornaban las paredes, en su mayoría renacentistas. Se detuvo ante uno de los que estaba mejor iluminado por la lámpara del pasillo para observarlo con más atención. Se trataba de una escena en un bosque donde una dama estaba tumbada so- bre su espalda cerca de las raíces de un árbol y dos pequeñas hadas revoloteaban a su alrededor. Era el cuadro favorito de Amanda porque le recordaba al poema de Spencer «La Reina de las Hadas», que había releído miles veces.

Lo guió por el pasillo de la planta superior hasta una puerta de madera blanca que daba directamente a las escaleras de la buhardilla. La habitación de Amanda estaba en esa planta y por suerte no la compartía con nadie más. En esa ala de la casa tendrían total privacidad.

Callum se mantuvo callado todo el camino, incluso des- pués de que Amanda cerrara la puerta de su habitación.

―Puedes hablar aquí ―le anunció al ver que el chico la miraba fijamente―. Nadie me molesta jamás en mi habita- ción.

En lugar de mediar palabras, el joven echó un vistazo a la habitación apreciando sus detalles.

—¿La tarde te ha parecido demasiado insoportable? —le preguntó, mientras prendía la lámpara de aceite que descansa- ba sobre su tocador. En esa época del año anochecía después de las nueve, pero el cielo se había encapotado con nubes ne- gras, dándole una bienvenida temprana a la oscuridad—. Ape- nas respirabas, y no has comido o bebido nada.

—No he tenido el valor —respondió él—. Tu madre tiene aspecto de que le arrancaría una mano al que se atreva a qui- tarle un pastelillo y tu tía de que le clavaría un tenedor al que se sirva una copa de su vino.

—Callum, no seas cruel.

—Tú eres la cruel, pues te has reído, y son tus familiares.

Amanda ocultó una sonrisa, moviéndose a la zona menos iluminada. Por suerte su habitación era espaciosa. Había to- mado la buhardilla de la casa como dormitorio y era la única que dormía en esa planta.

―¿Cuando escribirás esa carta? ―preguntó aún sin mirar- la. Observaba la cama de doseles cubierta casi en su totalidad por las cortinas de azul cielo.

―Ahora mismo ―se apresuró en contestar, feliz por tener algo que hacer―. Mañana a primera hora la llevaremos a correos.

―Tu dormitorio es extraño ―continuó el muchacho, ob- servando los muebles de tonos rosados y verdes con formas de flores y hojas.

Amanda tomó una hoja del cajón de su mesita.

―Yo misma he construido los muebles, por eso nunca has visto nada parecido.

―Tampoco es que haya visto mucho.

Cierto. Las únicas casas que había visto en su corta vida de conciencia eran el Andrónicus y la mansión Fairfax.

―Aún así te aseguro que no verás muebles parecidos en ninguna parte. A menos que me los hayan comprado a mí

―dijo con una sonrisa orgullosa. Él posó los ojos en sus labios arrugando el entrecejo como si no entendiera porque sonreía―. Quería que mi habitación pareciera un campo so- leado. Por eso el suelo es verde y el papel de las paredes tiene hierba verde dibujada, y el techo es azul cielo y los muebles tienen forma y color de flores y hojas.

―¿Qué significa eso en tu rostro? ―se limitó a preguntar él con la misma curiosidad. Se acercó tanto a ella que no pudo evitar parpadear y encogerse.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora