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La noche parecía tan fría como la piel de un muerto. Aquella mancha oscura pintada en el cielo emanaba una sensación amarga de tristeza, contagiando a todo aquel que le mirara.
El pequeño y casi indistinguible destello de la luna alumbraba tenuemente la habitación del italiano y le helaba el cuerpo con su resoplar.

El pobre sobaba su brazo en una suave caricia con su pulgar. Relamía sus labios con culpa pensando en aquellos que no podía apenas mirar.

No podía si quiera dormir sin que aquel inglés se le cruzara por la mente. Amaba verlo, como nadie nunca le amó de esa manera. Ama su sonrisa y como su nariz se arruga cuando lo hace, su torpe y alocada risa que sólo le hacía sonreír más. Era como un rayo de sol esperanzador, uno cálido y suave.
Le gustaba el olor que desprendía su pelo cuando podía acercarse a él, sus ojos iluminarse al hablar de cosas que le gustasen, sus manos masculinas posarse en su nuca cuando algo le fallaba, o cada detalle que cualquiera podría pasar por desapercibido. Pero Caesar no, Caesar estaba atento a cada uno de sus movimientos tal y como un depredador acecha a su presa.

Y le encantaba pensar en aquellas cosas, pero el sentimiento de culpa desgarrador que aquello conllevaba parecía llevarle a un arrecife. Le quería mucho, un amor casi enfermo, pero el italiano sabía que Joseph le miraría raro. Sabía que Joseph le miraría con repulsión, tal y como todos lo harían.
Nadie podría soportar mirar a los ojos a un maricón, ni siquiera él mismo.
No podía mirarse al espejo sin tener asco de sí mismo, un maricón fracasado tal y como le dijo su padre. Y con razón le abandonó, pensaba. Nadie podría amar semejante atrocidad, semejante mounstro repulsivo.  Pensar en todas las cosas que hacía mientras pensaba en su querido Joseph le deban repulsión.

Y estas noches de insomnio no eran algo nuevo, ya llevaban días que no dormía bien tan sólo quedarse pensando en esos ojos lindos.

El italiano parecía una cáscara seca, insensible y monótono. Miraba, disociado, la luna, quién intentaba con ilusión iluminar aquellos ojos.
No estaba triste, pero tampoco feliz. Era una sensación confusa, incapaz de explicarse con palabras simples. Si les digo qué sentía, no podrían saber con certeza la emoción que aquello conllevaba.

Sacó de su bolsillo un paquete de cigarros y un encendedor. Posó un pequeño cigarro entre sus labios y lo prendió. De sus fosas nasales se escapaba un humo intenso, tan sofocante como un infierno, pero placentero para el italiano.
Eran aproximadamente las 12 de la noche, no se oía un alma aparte del silvido del viento. El rubio tenía sus ojos fijos en la luna, implorandole que le cambiara, dejar de tener esos sentimientos por él. Odiaba sentirse así.

Y ahora tenía aquella tentación de ir a su habitación, tal vez sólo verle dormir, taciturno, bajo la fría luz de la luna. Y destapar su piel poco a poco, dejando ver su torso desnudo. Ver con anhelo esos lindos labios. Sólamente admirar su bella cara, sus lindos ojos, su suave cabello.

Pensaba en aquello, figurando una imágen en su mente, mientras sostenía el cigarrillo con una sonrisa en sus labios, con sus cachetes y nariz colorada, no tanto por el frío, sino por vergüenza.

Apagó el cigarro con un cenicero que tenía a su alcance y se levantó de su cama.
Estaba descalzo, y con cada pisada le acompañaba un molesto rechinar proveniente de la madera que pisaba. Su espalda estaba encurbada, y sus ojos, desesperados, buscaban aquella figura que tanto anhelaba ver.
No sabía que escusa decirle, pero estaba decidido.
Apoyó sus frágiles dedos en la puerta de la habitación. Asomó su cabeza y ahí lo vió, con la mirada pérdida en el horizonte. El italiano tocó la puerta en una suave melodía y Joseph le miró con los ojos casi perturbados.

—¿Caesar?

El italiano entró con gentileza y le saludó con la mano. Sin pronunciar alguna palabra, se sentó a su lado. El inglés le miraba confundido y se sentó para atenderlo y verle mejor.

Un Beso DesoladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora