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Durante la noche, la fría y dulce brisa que venía de una pequeña abertura de la ventana besaba al inglés, helandole de pies a cabeza.

Se escapaba de su cuarto en dirección a la de su amigo, con una botella de vino que, quién sabe de dónde la robó, y unas copas para compartir.

Se veía entusiasmado, ansioso por verle nuevamente. Si fuera por él, pasaría todo el día a su lado. Viendo sus ojos brillar junto al resplandor de la luna, el sabor a cigarro impregnado en sus suaves y carnosos labios.
Aquel muchacho rubio, ojos de papel, corazón de tiza, que tanto añoraba, de un momento a otro se había apoderado de su corazón, reinando como un dictador en este. Le seguía donde sea que vaya, oyéndole como un ciego frente al mar.

Quedó frente a frente con la puerta, y sin siquiera tocar, la abrió de golpe.

¡Mierda, Jojo! le gritó el italiano mientras lo miraba horrorizado.

¡Ay... Upsis! Perdón, se me olvidó. — Cerró la puerta. —¿Estabas haciendo algo? —

—No... Por suerte, no. Pero casi me matas del susto, idiota. ¿Y qué mierda traes ahí, vino? —

—Uhm, sí. —

—¿De dónde lo sacaste? —

—Eso no importa. —

Se sentó a su lado, dejando en el pequeño mueble próximo a su cama la botella y las copas.
A penas el inglés posó la botella, inmediatamente el italiano se la arrebató para examinarla.

No se ve de muy buena calidad... — dijo casi murmurando.

—Bueno... La intención es lo que cuenta. — dijo con una sonrisa. — A parte, como decía mi abuela, a caballo regalado no se le miran los dientes, Caesar. —

El rubio le miro con una sonrisa.
Volvió a dejar la botella de vino donde estaba.
Al parecer, estaba lloviendo, por lo que escuchaban las pequeñas gotas de lluvia golpear contra la ventana constantemente. Eran pequeñas gotas, quienes desnudas, cedían donde el viento las llevara.
Se quedaron en silencio por un pequeño lapso de tiempo, escuchando y admirando las gotitas caer contra lo que se les venía. Aquel tiempo fue suficiente para que el muchacho rubio posara su gélida mano junto a la quente mano de su contraparte.

No voy a tomar todo ese vino, Jojo. — le dijo con voz serena.

Por algo traje dos copas. — le sonrió picaramente.

—Heh... A lo que me refiero, no creo que sea lo mejor tomar. Imagínate... No sé... La maestra Lisa nos encuentre haciéndo... Cosas de maricones. —

Joseph tragó saliva al escuchar como Caesar le trataba, pero trató de ignorarlo.

—Es porque quiero entrar a la raíz de esto, Caesar. Quiero comprender el porque piensas que lo que estamos haciendo es malo y el alcohol ayudará a que te abras. —

—Creo que es obvio el porqué es malo—murmuró.

Joseph suspiró tras la arrogancia desconsiderada de Caesar.
Pero no había nada que hacer. Sabía que la arrogancia era algo huraño de Caesar, y que él también llegaba a ser egoísta varias veces. Había ya sospechado que aquella soberbia no era más que una puerta a todos los años de humillación que tuvo. No sabía su pasado, no tiene idea de todo por lo que le ha pasado. Por eso mismo quiere hablar con él.

Como le gustaría entrar en su mente, ser su conciencia. Vagar por su memoria y encontrar el centro de todo; la razón de su actuar, el hecho que le corrompió tanto. A veces sus ojos parecían estar muertos, insensatos, sin vida. Su mirada rondaba vagamente por su córnea, parecía una cáscara vacía, sin sentimientos ni motivos. Pero aquellos eran segundos, qué segundos ¡Instantes! Sí, pequeños instantes, no llegaban ni a segundos, gracias a los desarrollados reflejos del italiano que no dejaba que le vieran de esa manera. Pero aún así, pese a conocerle hace unos pocos días, Joseph pudo percatarse de este suceso.

Un Beso DesoladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora