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—¡Y que Dios perdone nuestros pecados, Amén!

—¡Amén!

El pequeño rayo del sol que se dejaba ver a través de una ventana pudo a duras penas iluminar la pequeña iglesia donde estaba el italiano.

Era la misma iglesia de siempre, las señoras murmurando los rumores que se esparcían por la zona local, el niño que se quedaba dormido a la mitad de la misa y el padre que le hechaba el ojo a los infantes.

El italiano recurría ahí por una razón en particular, que ya todos sabemos.
En este punto ya ni sabía qué pensar.
Su mente caminaba miles de kilómetros en busca de una respuesta pero su cuerpo se quedaba fijo en el mismo lugar.
Su cara carecía de expresión alguna, el sol caramelizado pintaba su piel con un suave roce y aquella tenebrosa figura característica y sangrienta de toda iglesia se posaba frente a él, vigilando sus acciones y penetrando sus pensamientos.

El pobre italiano no podía ni mirar sus ojos colmados de sufrimiento, tanto sacrificio por él y así le pagaba.
Se disculpaba un mar de veces, pero aquellos pensamientos no desaparecían.

Desolado, caminaba por la calle, con las chicas murmurando tras él y perros ladrando con el pasar de los autos.
Apenas tenía tiempo para Dios, mucho menos para si mismo. El entrenamiento le alejó mucho de Dios, pasaba su tiempo libre descansando o hablando con Joseph.
Pensaba que eso era lo que causaba este gran problema, así que intentó encontrarse a sí mismo nuevamente.

Tal vez si es que seguía faltando a la iglesia se convertiría en uno de esos maricones. Esto no era tan sólo un problema para su fé, sino también para su patria.
Italia era aliado de Alemania nazi, por lo tanto un homosexual solamente sería aceptado en un holocausto o cortado en pedacitos por alguna parte del mundo.

Y al final de su recorrido se encontró con aquella mansión después de un largo viaje en bote para llegar hacía ahí, cuestionándose si es que realmente valía la pena todo ese recorrido para ir a una iglesia hecha ruinas. Pero todo iba a funcionar, eso esperaba.

A sus ojos se presentó aquel inglés reluciendo sus dientes tan claros como una perla en una sonrisa. O probablemente, la máscara sólo dejaba ver sus ojos sonrientes.
Su cuerpo entero estaba cubierto de cicatrices, algunas tan viejas como él y otras más nuevas.
Cuando se quedaba fijo, viendo su cuello, si le prestaba atención podía notar el pequeño anillo marcado.

Un escalofrío le recorrió la nuca, recordándole el porqué iba aquella iglesia, cuando los cálidos brazos del castaño rodearon su cuerpo y sus palabras lo acorralaron con preguntas.

Caesar quería vomitar, no tan sólo por el olor rancio que desprendia Joseph, sino también por sus actitudes.
Después de una limpieza completa viene con sus "mariconadas".
No le gustaba para nada, y era tan sólo verle la mirada para saberlo.
Lo miraba con desprecio, como si él se sintiera un ser superior por el simple hecho de no actuar como un homosexual. Pero temía que los roles se terminaran invirtiendo al final del día.

—¡Caesar, la maestra Lisa nos dejó el día libre! Tuve que insistirle el día completo para que nos dejara descansar. — le dijo con el entusiasmo brillando por sus ojos.

—Me alegro, pero no bajes guardia, recuerda que por tu culpa nos dejaste un mes para entrenar. —le miró con desprecio, tratando de alejarlo inútilmente.

—No es mi culpa que el inútil no entendiera el sarcasmo— Joseph notó su mirada, pero se limitó a alejarse unos centímetros de él— De todas maneras, ¿quieres juntarte conmigo a la tarde?

El rubio se quedó pensando su decisión. Quería pasar toda la tarde hablando con él, incluso si es que le hablaba simplemente de sexo y mujeres. Le bastaba con oír su voz, sus palabras, sus ojos brillar como una estrella palpitante cada vez que le gustaba algo.
Pero era un dolor desgarrador, una traición hacía su religión.
No quería traicionar a Dios, no podía mirar ni su cuerpo tallado en madera, sufriendo por su culpa y por sus pecados.

Pero tal vez, simplemente es una amistad, una adoración completa por su cuerpo y mente. Le rogaba a Dios su perdón y comprensión, que le sacara ese pensamiento cada vez que veía a su amigo.

Pero ahora, ¿que diferencia hacía? Una sola tarde con él no hace daño. Podrían conversar de chicas, o de métodos de batalla, cosas masculinas.

Tal vez, Jojo. Podríamos aprovechar de idear técnicas de batalla. —

Por un instante, pudo apreciar sus ojos brillar tanto como el destello del sol, abrazando su corazón con aquella mirada tan cálida.

En un par de horas ambos yacían en la misma habitación.
La luz dorada que emanaba el sol pintaba sus pieles en una dulce caricia. El viento entraba cautelosamente por la pequeña ventana, helando ambos cuerpos con su resoplar.

La habitación estaba cubierta de un humo que se escapaba por aquella abertura de la ventana.
Un pequeño cigarro adornaba los labios del italiano, ignorando los tosidos infantiles del inglés, quién trataba de decirle "Apaga esa mierda" de una manera más sútil.

Por supuesto que el rubio sabía esto, y se acercaba a él adrede sólamente para molestarlo.

—¿Quieres probar?

—No.

El italiano río por su actitud.

—Sólo un poco, te va a gustar.

Joseph gimió con disgusto cuando el italiano le sacó la mascara para acercar a fuerzas el cigarro a sus labios, pero decidió probarlo por simple curiosidad.

Caesar reía en el momento de poner ese cigarro entre sus labios, esperando por la reacción que no tardaría en llegar.
Una mezcla de humo, tosidos y carcajadas salió de la boca del castaño, tratándo de respirar sin tragar bocanadas de humo.

¿¡Q... Qué es esto!? — tosió — ¡Sabe a mierda!

El italiano río  a carcajadas dándole palmadas en la espalda para que el castaño no dejara de respirar. Le parecía una actitud absurda e infantil, pero no dejaba de ser gracioso. Y lo amaba.

Se miraban a los ojos con felicidad radiante. A Joseph le había gustado probar esa nueva experiencia, no por la sensación, sino por hacerla con su amigo.
Sus respiraciones se agotaban poco a poco, recostándose para recuperar energía.

El cuerpo del italiano estaba completamente relajado, hasta que un pequeño gesto interrumpió su paz, con un escalofrío recorriéndole la espalda. La mano de Joseph rozaba con la suya.

Tal vez sea un pequeño accidente, uma coincidencia. No quería ese toque, pero tampoco quería sacar la mano.

Me gusta estar contigo— admitió el inglés— No de manera romántica, obvio, eres un buen amigo, ¿sabes?

Junto a aquellas palabras le dió un apretón de manos al italiano, quién sólo fingió una sonrisa como respuesta.

Tomó con sus manos la mascara y se la colocó con suavidad.
Por última vez en el día admiró con culpa aquellos labios color carmesí.

Un Beso DesoladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora