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Capítulo 3: Aprendiendo a sentir.

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"Soy un fantasma que quiere lo mismo que todos los fantasmas: un nuevo cuerpo donde vivir".

―Jan.


El sol del mediodía estaba en su punto más alto y la luz se filtraba entre las lamas de la cortina de mi despacho dibujando rayas horizontales en la pared. Las conté mentalmente y luego fijé la vista en los monitores de ordenador que tenía enfrente; había aprendido a mirar sin ver nada. A estar presente sin intervenir. A vivir la vida en tercera persona, no era más que la pieza sobrante de un engranaje colocada en la maquinaria por error. Vivir así me había hecho inmune al dolor y a cualquier tipo de sentimiento. Las derrotas personales eran menos porque no podían dañarme, pero del mismo modo, los logros no los recibía como tales, los definía como una tarea menos en la lista de cosas pendientes. Sócrates dijo una vez: "No hay nada estable en los humanos; por lo tanto, evita la euforia indebida en la prosperidad o la depresión indebida en la adversidad". Sin quererlo convertí esa teoría en mi propia religión.

Aún recuerdo mis inicios en la ciudad, cómo los compañeros hablaban a mis espaldas, preguntándose si dentro de mí había un alma o el cableado de una máquina carente de emociones.

―Siempre he creído que las mentes más brillantes son las de los autistas ―comentó un compañero en voz baja al poco de conocerme―. Como la de Stephen Hawking.

―Idiota, Stephen Hawking no era autista sino enfermo de ELA ―corrigió un segundo.

―Lo mismo da, son personas tan excepcionales en su trabajo que no parecen de este mundo.

Llegó un momento en el que dejé de prestar atención a ese tipo de comentarios: desmentirlos o corregirlos era demasiado cansado, ni siquiera me incitaban a desatar la ironía como en otras ocasiones, porque lo cierto es que a mí, que fueran idiotas me daba exactamente igual, lo que me fastidiaba enormemente era que se esforzaran tanto en demostrármelo. Lo único que tenía claro era que, definitivamente, algo se había roto en mí. Había acabado con mi vida anterior y torpemente estaba construyendo una nueva; el único vicio, si se puede llamar así, que había decidido mantener de mi antigua vida, era la pasión por la lectura, pues no había forma de calmar mi necesidad y ansias de conocimiento. En las noches de soledad leía artículos de medicina, derecho, ciencia, política... A cualquier cosa que llegaba a mis manos le daba una oportunidad; a esas alturas me sentía capaz de debatir sobre cualquier tema, tenía el conocimiento necesario para ello, pero como todo lo demás, era un secreto.

Con todo el aburrimiento del mundo alcé el rostro y, a través de las paredes de cristal, contemplé a mis empleados trabajando, compartiendo ideas en la mesa central y tecleando frenéticamente en sus ordenadores. Miré con más atención el cristal y vi el reflejo de un hombre de treinta y siete años, perdido y completamente desmotivado. Por su manera de vestir y el reloj de su muñeca se deducía que las cosas le iban bien, había llegado a lo más alto que había podido y, aun así, era incapaz de disfrutar de los logros que en pocos años había conseguido. No siempre lo había tenido todo, tenía un pasado humilde que pocos conocían porque se había encargado de manipular los detalles relevantes de su vida anterior. Con solo diez dólares en el bolsillo y un saco de ilusiones rotas, ese hombre se instaló en Nueva York hace ocho años, empezó a trabajar como becario junto a los mejores del sector de la informática y las nuevas tecnologías hasta que, poco a poco, sus superiores empezaron a reconocer su valía y le ofrecieron un cargo importante dentro de la misma empresa. Casi sin darse cuenta, fue subiendo peldaño a peldaño hasta que llegó el día en que se sintió capaz de construir su propio imperio. Tenía motivos para sentirse orgulloso, se había convertido en dueño y fundador de una de las mejores empresas dedicadas al desarrollo de programas informáticos para grandes multinacionales, conocido en el sector por sus novedosos sistemas de protección de datos, de escudos antivirus y aplicaciones de fácil utilización. Tenía frente a sí la imagen de un hombre importante, pero al mismo tiempo triste. Muy triste.

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