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Meses atrás, Jan permanecía sentado en la cama con las manos entrelazadas y la mirada absorta en un viejo y decaído álamo que había frente a su ventana.

La densa niebla matutina había difuminado el contorno, por lo que resultaba imposible percibir el tamaño exacto de su robusto tronco. Aunque sí podía apreciar las innumerables y supurantes grietas de la corteza hinchada.

Las ramas más gruesas acariciaban ligeramente el suelo, desprendiendo hojas marrones y amarillas.

Desafortunadamente, esa imagen le hizo revivir un recuerdo anterior:

Dos enormes zafiros ovalados se alzaron para contemplarle. Las pestañas cerraron una décima de segundo las ventanas de su alma antes de volver a abrirlas y dejar sus palabras atascadas en algún lugar de su garganta; mirarla de cerca siempre le producía ese efecto.

De pronto abrió los ojos y miró a su alrededor. El psicólogo dejó de apuntar en su libreta para prestarle atención.

—¿Sabe? Víctor Hugo decía que el amor se asemeja a un árbol: se inclina por su propio peso, arraiga profundamente en todo nuestro ser y a veces sigue verdeciendo en las ruinas de nuestro corazón. A día de hoy estoy de acuerdo con esa teoría, aunque hace un año hubiese calificado esa cita como pensamiento utópico de un escritor loco, bohemio y soñador de un tiempo anterior. Sin embargo, yo haría una matización importante: cuando ese amor ya se ha producido, y un corazón en ruinas ha conseguido revivir, si este acaba, se destruye cualquier posibilidad de amar de nuevo, el corazón se vuelve estéril, por así decirlo, y nada más puede florecer en él.

—Cierra los ojos. Concéntrate y sigue pensando en tu vida, en cómo era antes de que todo esto ocurriera.

Obedeció al experto y emitió un largo suspiro mientras se recolocaba en el diván. Su mente regresó a esa habitación lúgubre y carente de lujos y se vio nuevamente sentado en la cama, contemplando el exterior. Era como si su psicólogo hubiese encendido un interruptor en su cabeza y todas las imágenes se hubieran agolpado dispuestas a salir.

Recordó con todo lujo de detalles cómo su cabello castaño oscuro estaba enredado en las puntas, que ascendían tiesas en todas direcciones. Dos protuberantes manchas negras sobre sus pómulos acentuaban las noches que había permanecido sin dormir. Por si eso fuera poco, sus mejillas estaban resecas tras haber derramado tantas lágrimas.

Su semblante duro y seguro de meses anteriores, parecía ahora un extraño recuerdo de un tiempo muy lejano, tanto que a duras penas lograba recordar.

Sin darse cuenta, se veía sumido en un profundo y negro pozo del que no sabía salir. Se levantaba y volvía a caer preso de una profunda desolación y negatividad constante.

Como un ermitaño, se había refugiado en su guarida dominada por el caos. Apenas era capaz de encontrarse entre cajas vacías de pizza y pilas de ropa sucia amontonadas por todas partes.

Se había visto obligado a romper con todo lo que le recordaba a su antigua vida, y aunque se negara a admitir que necesitaba ayuda, desde el fondo de su ser la pedía a gritos.

Unos nudillos indiscretos aporrearon la puerta sin compasión.

—¡Largo, no quiero ver a nadie! —espetó irritado desde su cuarto.

—¡Ábreme! Soy Ignacio, hace varios días que te busco...

La inesperada visita de Ignacio agitó su corazón, que hasta ese momento parecía haberse quedado en pausa.

—¡Ya voy! —dijo mientras se peinaba con las manos y buscaba por el suelo una camiseta para cubrir su torso.

Abrió la puerta con rapidez y se topó con un ser descompuesto. El aspecto físico de Ignacio no indicaba precisamente que lo estuviera pasando mejor. Su delgadez extrema, casi enfermiza, y su cabello prácticamente blanco cohibieron cualquier iniciativa de entablar conversación.

—No pretendo entretenerte mucho, solo he venido a entregarte esto.

Depositó un paquete en sus manos.

—¿Qué es? —demandó extrañado.

—Es... es un paquete de ella —tartamudeó—. Me lo ha dado para ti.

—¿De ella? —preguntó extrañado, como si se tratase de una broma de mal gusto.

—Sí... lo siento, ahora tengo que irme, no puedo perder más tiempo. Helena espera en el coche, nos mudamos.

—¿¡Qué?! —Su tono se elevó desolado—. ¿Ocurre algo?¿Hay algo que yo pueda hacer para que...?

Ignacio colocó la mano sobre su hombro.

—Tranquilo, ya has hecho mucho por nosotros, no hay nada más que puedas hacer. Además, no iremos muy lejos, lo suficiente para que... —Ignacio cogió aire dejando la frase suspendida en la tensión del ambiente—. ¿Lo entiendes, verdad?

Jan asintió apenado.

—Tú deberías hacer lo mismo. No me gusta verte así, eres muy joven para estar tan hecho polvo...

—Lo intento de veras —admitió con pesar—, pero al final, siempre acaba ocurriendo algo que se encarga de recordarme lo desgraciado que soy...

—¡Basta! —le interrumpió enfadado—. Yo nunca te he tenido por un desgraciado, ¡jamás! Y sabes que no he sido el único que ha creído en ti. Deja por una vez de dar la razón a los que te tienen por un inútil y demuéstranos a todos los que hemos confiado en ti, lo que realmente vales.

—Tiene razón, es solo que... —Las lágrimas volvieron a nublar sus ojos avellana—. ¿Nos volveremos a ver?

Ignacio negó con la cabeza.

—¿Y para qué? No quiero que desaproveches tu tiempo viniendo a vernos. Sigue con tu vida, nosotros haremos lo posible por saber de ti, aunque tú nunca llegues a darte cuenta. Cuídate, muchacho, pasa página y sé feliz. Te lo mereces.

Ignacio se fue. Su marcha solo sirvió para provocarle una nueva oleada de sentimientos que aún permanecían latentes bajo la superficie.

Volvió a llorar. Esta vez pronunció su nombre entre sollozos, ese nombre que jamás olvidaría, que permanecería candente en su corazón para siempre, como una profunda quemadura que jamás cicatrizaría.

Por fin logró recomponerse y dirigir su atención al paquete marrón que descansaba sobre la mesa del comedor.

Después de unos interminables minutos observando cada pliegue y protuberancia del paquete, no más grande que una caja de zapatos, decidió terminar con esa angustia y desenvolverlo.

Dejó al descubierto una caja blanca y finalmente se decidió a destaparla con cautela.

Dentro había una carta y dos sobres cerrados.

Desplegó rápidamente la nota y enseguida reconoció a quién pertenecía esa letra tan pulcra y elaborada.

JOTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora