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Prefacio

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El tiempo pasa incluso aunque parezca imposible, incluso a pesar de que cada día que tacho en el calendario duele como el latigazo de una cuerda de espinas sobre la piel desnuda. El tiempo transcurre de forma desigual, con saltos extraños y treguas insoportables, pero pasa; pasa sin poder hacer nada para evitarlo. Y con cada mes transcurrido se agolpan los años, esos años perdidos en los que has aprendido a sobrevivir y a ocultar la sangre de las heridas abiertas que todavía marcan tu piel.

Trato de seguir con mi vida como ella hubiese querido, pero no puedo dar un paso sin llevar conmigo la mochila de la nostalgia, de las palabras no pronunciadas, de los minutos malgastados en menudencias... La recuerdo porque apareció en un momento crucial de mi vida y arrojó luz en el sótano umbrío en el que me encontraba. No puedo deshacerme ni de esos recuerdos, ni de los sentimientos que experimenté, ni de todo lo que me había propuesto hacer si hubiese tenido más tiempo.

Tiempo.

¿Qué es el tiempo?

Según la RAE es la dimensión física que representa la sucesión de estados por los que pasa la materia. Aristóteles diría que esta noción se encuentra relacionada con el movimiento, por ello se define al tiempo como la medida de movimiento con relación a lo precedido y sucedido. Para mí el tiempo es la vida misma, y a veces necesitamos que la vida nos sacuda con fuerza para darnos cuenta de que el tiempo que nos queda no es para malgastarlo. Ella tenía mucho que decir acerca del tiempo, se despertaba con el alba y hacía aquello que realmente le apetecía hacer; jamás tuvo miedo, no mostró inseguridad, confió en que todo iría bien, se abrió a los demás sin temer equivocarse... Ella aprendió que en su vida el tiempo se reducía al presente.

Demasiadas lecciones en pocos meses. Demasiado en lo que pensar... Para alguien como yo, alguien que hasta la fecha no había hecho nada de provecho en su vida, encontrarse con una persona que simplemente aparece arrasándolo todo y ganándose un lugar preferente e irremplazable en mi corazón, supuso un cambio ciclópeo.

Y tras el cambio vino el dolor por la pérdida. Un trauma. Una herida abierta. Una sensación de vacío indescriptible.

No puedo volver a ser el de antes, pero tampoco puedo superarlo porque, aunque mi cuerpo sufra los estragos del tiempo, mi alma se quedó en otro punto del camino. Entonces me doy cuenta, muy a mi pesar, de que me he convertido en otra cosa. Sigo siendo un ser humano, pero he perdido parte de mi humanidad: ya no me afectan las mismas cosas, ya no tengo ilusión por empezar un nuevo día, me resulta más fácil eliminar sentimientos para hacerme más fuerte, inmune... En definitiva, poco a poco he dejado de ser yo.

Para empezar, me gustaría aclarar que pese a lo mencionado soy un hombre corriente.

He vivido situaciones difíciles como la inmensa mayoría, he sentido dolor, rabia, incluso amor. He tenido una etapa rebelde, he aprendido lecciones, he hecho locuras, de algunas me arrepiento. Me lo he pasado bien con los amigos, me he metido en líos... Si te paras a pensar, mi vida no dista mucho de la tuya, pero la gran diferencia entre tú y yo está en cómo he encajado yo los golpes. Ante un revés, una persona normal hubiera pasado página y hubiera encontrado algún tipo de consuelo que le permitiera seguir viviendo, aunque solo fuera por puro instinto de supervivencia. Sin embargo, para mí no es tan sencillo. El peso de esa mochila que me coloqué en la infancia no ha hecho más que llenarse hasta acabar aplastándome las vértebras, una a una. Y con esta metáfora pretendo describir cómo me siento, si es que todavía me queda algún sentimiento.

Mi psicólogo solía decir que uno de mis principales problemas era la incapacidad de poner nombre a los sentimientos. Algo tan sencillo como: "estoy enfadado por eso o por lo otro...". Identificar, analizar y aislar sentimientos negativos era su campo de trabajo, pero él jamás entendió que en mi vocabulario no había palabras tan fuertes que pudieran definir mis emociones. Toda palabra era insignificante y el simple hecho de pronunciarla restaba importancia a mis verdaderos sentimientos.

Norman Cousins, autor precursor de la cura contra el cáncer y otras enfermedades terminales a través de fuerzas positivas, teoría conocida como Psiconeuroinmunología, dijo que la muerte no es la mayor pérdida en la vida. La mayor pérdida es lo que muere dentro de nosotros mientras vivimos. Y yo puedo corroborar esa afirmación porque en mi interior es como si ya no quedara nada, como si solo fuera un saco de órganos, huesos y sangre que se encarga de mantenerme con vida, pero más allá de eso, no hay absolutamente nada: no siento, no padezco, no vivo...

¿Conocéis esa sensación de lento abandono, cuando estás sumergido en aguas profundas y negras y percibes lo que ocurre a tu alrededor de forma distorsionada, desde las voces de las personas que hablan hasta las escenas que se representan frente a ti, que parecen veladas por una fina cortina translúcida? Pues yo soy esa persona que va a la deriva. Todo lo que me rodea ocurre sin más, pero nada llega a tocarme porque soy ajeno a todo; nada es tan importante como para querer pisar la orilla, así que sigo abandonado en ese mar en calma, apacible, mientras la vida sigue avanzando.

Ese estado de semiinconsciencia es el que me ha acompañado en los últimos años y hasta este preciso momento ninguna persona o acontecimiento ha logrado producir algún cambio en mí. Con el tiempo he aprendido que no hace falta suicidarse para acabar con la propia vida, hay muchas formas de hacerlo y tal vez esta sea una de ellas. 

JOTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora