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Por la tarde, Anahí cambió de postura en el asiento del Mercedes de Alfonso, tratando de combatir el ataque de náuseas y preguntándose si desaparecería alguna vez el nudo que sentía en el estómago.

—Estás muy callada —comentó él mientras llevaba el coche al carril de la izquierda—. ¿Te pasa algo?

—No, estoy bien. Es decir, no estoy bien, pero tampoco estoy fatal. Medio fatal. Esto es un error. ¿Por qué vamos a hacerlo? No deberíamos hacerlo. Debería haber dicho que no o que los dos teníamos cosas que hacer o que tú estabas ocupado. Pedirte que vinieras conmigo ha sido un error.

Anahí se mordió el labio, suspiró y añadió:

—No lo digo en plan mal.

—No, claro que no. Lo tomaré como un cumplido.

Eso la hizo sonreír.

—No lo digo por ti, sino por mí. Estoy nerviosa. Además, a ti no te gusta esto de las familias. ¿Por qué has dicho que sí?

Alfonso tomó la salida de la autopista.

—Porque me lo pediste y para ti es importante.

En otras circunstancias, las palabras de Alfonso le habrían hecho mucha ilusión. Pero no ese día. Iba a ser un desastre.

—Se trata de mi padre —admitió Anahí —. Ha vuelto, lo que es bueno, pero también es… no sé, estoy algo confusa.

—Los padres tienen ese efecto en los hijos.

—¿Te acuerdas tú del tuyo? —preguntó ella.

Alfonso se encogió de hombros.

—A mí padre no lo conocí. No sé si mi madre sabía quién era. De ella me acuerdo algo, pero casi siempre estaba fuera de casa. Murió cuando yo tenía ocho años.

—¿Dónde estaban los de los Servicios Sociales? —preguntó Alfonso —. ¿Por qué no se encargaron de ti?

—Creo que no sabían nada de mí. Cuando mi madre murió, me quedé en la calle. En realidad, había vivido en la calle la mayor parte del tiempo, ya era una especie de mascota para algunos miembros de la banda. No me costó mucho que me aceptaran. Además, les era útil; les hacía recados, como llevar drogas de un sitio a otro y cobrar.

A Anahí aquello le sonó a chino.

—¿No ibas al colegio?

—Dejé el colegio después de la escuela primaria.

—No lo entiendo, eres una persona con estudios.

—Estudié en el ejército. Luego, todo el tiempo libre que tenía lo pasaba leyendo. Fundamentalmente, lo que sé lo estudié yo solo.

Anahí temió que las lágrimas afloraran a sus ojos. No quería llorar. Por lo tanto, respiró profundamente y cambió de tema de conversación.

—Los gatitos están creciendo mucho —dijo—. Van a necesitar una caja más grande.

—Compraré una esta semana.

Por fin, llegaron a la casa de Naomi.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo Anahí con la esperanza de parecer más animada de lo que estaba.

Entraron en la casa. Eran los últimos en llegar, los demás ya estaban allí. Su padre, como de costumbre, se hallaba en el centro de un grupo.

Estaba igual que siempre, pensó Anahí. Aún guapo y rubio, moreno y con esos ojos azules permanentemente impregnados de buen humor.

—Usted debe de ser Alfonso —dijo Jack Puente con una sonrisa—. He oído hablar mucho de usted.

Los dos hombres se dieron la mano.

—¿Cómo está mi Anahí? —preguntó Jack.

—Estoy bien, papá —respondió ella dándole un abrazo.

Abrazada a su padre, Anahí sintió una mezcla de placer y aprensión. Luego, se apartó de él, pero su padre le puso un brazo sobre los hombros.

Placer InsospechadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora