La señorita Lila miró a Pancho Vega por la ventanilla, pero pese a las cosas que él le estaba diciendo no bajó la vista porque lo conocía desde hacía tanto tiempo que ya no la escandalizaba. Además, me da gusto volver a ver a este tarambana.
—Pero si eres como marinero en tierra, pues Pancho, ahora con la cuestión de tu camión y tus fletes: una mujer en cada puerto. La Emita no te verá ni el polvo, pobre. Qué castigo estar casada contigo.
—Ella no se queja. Entonces sí que la señorita Lila se puso colorada.
— ¿Y tú, Lilita? Trató de tomarle la mano a través de la ventanilla.
—Déjate, tonto... La señorita Lila hizo un gesto señalando a Octavio que fumaba en la puerta, mirando la calle. Pancho se dio vuelta para buscar el objeto del temor de Lila y al ver sólo a su cuñado alzó los hombros. El interior del galpón en cuyo extremo funcionaba el correo estaba vacío, salvo por don Céspedes sentado en uno de los fardos de trébol formando escala al otro extremo. El anciano se apeó de su fardo y se puso a mirar la calle apoyado en la jamba, al otro lado de Octavio. Al frente, unas cuantas personas rondaban el otro galpón, el que servía de capilla los domingos y de lugar de reunión del Partido durante la semana. Era más chico que el galpón del correo y también pertenecía a don Alejo, pero nunca llegaron a permutar sus funciones: el espacio de la capilla actual era suficiente para los feligreses, sobre todo después de la vendimia, cuando ya no quedaban ni afuerinos ni las familias de los dueños de fundos. Pancho se dio vuelta y encendió un cigarrillo.
— ¿Llegó el cura de San Alfonso? Don Céspedes agitó la cabeza en signo de negación.
—Deben haber tenido una pana. Octavio palmoteó la espalda del viejo.
—Tan viejo y tan inocente usted, don Céspedes, por Dios. El cura debe haber tenido sueño esta mañana y se quedó pegado en las sábanas. Dicen que bailó toda la noche en la casa de la Pecho de Palo allá en Talca... La señorita Lila asomó la cabeza.
— ¡Herejes! Se van a condenar. Pancho se rió mientras don Céspedes sacaba su mano de debajo de la manta para santiguarse. Octavio se fue a sentar en los fardos. Don Céspedes miró al cielo.
—Va a llover. Siguió a Octavio y encaramándose más alto que él en las gradas de los fardos, dejó colgando sus pies encogidos, oscuros, deformados por las cicatrices y la mugre, metidos en sus hojotas embarradas. En la ventanilla seguía el coloquio.
— ¿Tú, no estuviste en la cama de la Japonesita anoche?
— ¿Yo? Yo no. Hace tiempo que no voy. No me dan boleto.
—Es que tú también, con lo revoltoso...
—Lo malo es que estoy enamorado.
Ella dijo que claro, que la Japonesita era chiquilla buena y todo, pero fea, y no se vestía a la moda, parecía de casa de huérfanos con esos pantalones bombachos hasta el tobillo que se ponía debajo de los delantales. Claro que era harto raro que ella se dedicara a ese negocio, siendo que todos sabían que era chiquilla buena. Sí, sí, herencia de la mamá, pero podía vender. Cuando chica, la Japonesa Grande la mandaba a la escuela, cuando había escuela en El Olivo y funcionaba aquí mismo, en este galpón, antes que lo comprara don Alejo. A pesar de que todas las chiquillas eran buenas con ella, me cuenta mi hermana menor, y la profesora también, la Japonesita se arrancaba, se iba a esconder por allá por la estación, dicen, hasta que terminaran las clases y la Japonesa Grande no se diera cuenta de que no iba a la escuela, y nunca salía a la calle a jugar ni nada y no saludaba a nadie... Ahora, toda la gente decente le tiene pena a la Japonesita, tan rara la pobre. La señorita Lila, por lo pronto, buscaba la vista de la Japonesita para saludarla lo más amable que podía cada vez que la encontraba en la calle. ¿Por qué no, no es cierto?