Capítulo 1 y 2

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capitulo uno                                                                                        

La Manuela despegó con dificultad sus ojos lagañosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado opuesto de donde dormía la Japonesita, alargó la mano para tomar el reloj. Cinco para las diez. Misa de once. Las lagañas latigudas volvieron a sellar sus párpados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la cama. Por lo menos media hora antes que su hija le pidiera el desayuno. Frotó la lengua contra su encía despoblada: como aserrín caliente y la respiración de huevo podrido. Por tomar tanto chacolí para apurar a los hombres y cerrar temprano. Dio un respingo

—¡claro!—, abrió los ojos y se sentó en la cama: Pancho Vega andaba en el pueblo.

Se cubrió los hombros con el chal rosado revuelto a los pies del lado donde dormía su hija. Sí. Anoche le vinieron con ese cuento. Que tuviera cuidado porque sacaron la ropa y poniéndole su famoso vestido de española a la fuerza se lo rajaron entero. Habían comenzado a molestar a la Japonesita cuando llegó don Alejo, como por milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno él. Si hasta cara de Tatita Dios tenía, con sus ojos como de loza azulina y sus bigotes y cejas de nieve. Se arrodilló para sacar sus zapatos de debajo del catre y se sentó en la orilla para ponérselos. Había dormido mal. No sólo el chacolí, que hinchaba tanto. Es que quién sabe por qué los perros de don Alejo se pasaron la noche aullando en la viña...

Iba a pasarse el día bostezando y sin fuerza para nada, con dolores en las piernas y en la espalda. Se amarró los cordones lentamente, con rosas dobles... al arrodillarse, allá en el fondo, debajo del catre, estaba su maleta. De cartón, con la pintura pelada y blanquizca en los bordes, amarrada con un cordel: contenía todas sus cosas. Y su vestido. Es decir, lo que esos brutos dejaron de su vestido tan lindo. Hoy, junto con despegar los ojos, no, mentira, anoche, quién sabe por qué y en cuanto le dijeron que Pancho Vega andaba en el pueblo, le entró la tentación de sacar su vestido otra vez. Hacía un año que no lo tocaba. ¡Qué insomnio, ni chacolí agriado, ni perros, ni dolor en las costillas! Sin hacer ruido para que su hija no se enojara, se inclinó de nuevo, sacó la maleta y la abrió. Un estropajo. Mejor ni tocarlo. Pero lo tocó. Alzó el corpiño... no, parece que no está tan estropeado, el escote, el sobaco... componerlo.

Pasar la tarde de hoy domingo cosiendo al lado de la cocina para no entumirme. Jugar con los faldones y la cola, probármelo para que las chiquillas me digan de dónde tengo que entrarlo porque el año pasado enflaquecí tres kilos. Pero no tengo hilo. Arrancando un jironcito del extremo de la cola se lo metió en el bolsillo. En cuanto le sirviera el desayuno a su hija iba a alcanzar donde la Ludovinia para ver si entre sus cachivaches encontraba un poco de hilo colorado, del mismo tono. O parecido.

En un pueblo como la Estación El Olivo no se podía ser exigente. Volvió a guardar la maleta debajo del catre. Sí, donde la Ludo, pero antes de salir debía cerciorarse de que Pancho se había ido, si es que era verdad que anoche estuvo. Porque bien podía ser que hubiera oído esos bocinazos en sueños como a veces durante el año le sucedía oír su vozarrón o sentir sus manos abusadoras, o que sólo hubiera imaginado los bocinazos de anoche recordando los del año pasado. Quién sabe. Tiritando se puso la camisa. Se arrebozó en el chal rosado, se acomodó sus dientes postizos y salió al patio con el vestido colgado al brazo. Alzando su pequeña cara arrugada como una pasa, sus fosas nasales negras y pelosas de yegua vieja se dilataron al sentir en el aire de la mañana nublada el aroma que deja la vendimia recién concluida. Semidesnuda, llevando una hoja de periódico en la mano, la Lucy salió como una sonámbula de su pieza.            

-¡Lucy! Va apurada: tan traicioneros los vinos nuevos. Se encerró en el retrete que cabalga a la acequia del fondo del patio, junto al gallinero. Pero no, no voy a mandar a la Lucy. A la Clotilde si.

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