Capítulo 9

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 igual a él? ¿O cree que don Alejo es de una marca especial? No, nada de cuestiones aquí. Usted le tiene miedo al viejo porque le debe plata nomás. No, si no le voy a decir a nadie. José Donoso El lugar sin límites 48 ¿Usted cree que yo quiero que la gente sepa cómo trató al marido de mi hermana? En el sobrecito que le di tiene la plata para pagarle lo que le debe... no, págueme cuando pueda, sin urgencia, usted es de la familia. Yo no soy de esos futres parados y no me voy a portar con usted como él. ¡Las cosas que le dijo, por Diosito Santo! Le digo que no se preocupe, que a mí me sobra. Me da una rabia con estos futres... ¿Por qué va a estar haciéndole caso de no ir donde la Japonesita si a usted se le antoja y paga su consumo? ¿Es de él la Japonesita? Claro, el futre cree que todo es suyo, y no, señor. A usted no lo manda, ni a mí tampoco y si queremos vamos donde se nos antoja. ¿No es cierto? Usted le paga su plata y adiós... Ya pues, Pancho, anímese, que no es para tanto... El camión pasó de largo frente a la casa de la Japonesita. Doblaron lentamente por esa bocacalle y luego dieron vuelta a esa manzana y de nuevo frente a la casa de la Japonesita, esta vez sin tocar la bocina, Octavio convenciéndolo, dando vueltas y vueltas alrededor de la manzana. — ¿Y qué hago con la cuestión de los fletes? —No se preocupe. ¿No ve que todos los camioneros de por aquí pasan por mi gasolinera y yo sé dónde hay mejores fletes de la región? No se preocupe. Le digo que usted no es esclavo de ese viejo... Bueno. Ya me aburrí con este asunto. Vamos a pagarle ahora mismo, sí, ahora... —Es tarde... Octavio lo pensó. —Total, qué me importa que estén comiendo. Vamos, nomás. Pancho hizo girar el camión en la calle estrecha y enfiló hacia el otro lado, hacia el fundo El Olivo, más allá de la Estación. El conocía su máquina, y en el camino más allá de las moras y de los canales que limitaban la estación, sorteó acequias y hoyos, maniobrando esa máquina enorme que le resultaba liviana ahora, iba a casa de don Alejo para arrancarle la parte de ese camión que aún le pertenecía. —Nos vamos a quedar pegados en el barro... Octavio abrió la ventana y tiró el cigarrillo. —No... Pancho no siguió hablando porque avanzaba por un desfiladero de zarzamoras. Tenía que avanzar muy lentamente, los ojos fruncidos, la cabeza inclinada sobre el parabrisas. Para ver las piedras y los baches. Conocía bien este camino, pero de todos modos, mejor tener cuidado. Hasta los ruidos los conocía: aquí, detrás de la mora, el Canal de los Palos se dividía en dos y la rama para el potrero de Los Lagos borboteaba durante un trecho por una canaleta de madera. Ahora no se oía. Pero si fuera a pie como antes, como cuando era chico, el ruido del agua en la canaleta de madera se comenzaba a oír justamente aquí, pasando el sauce chueco. Este era el camino que todos los días recorría a pie pelado para asistir a la escuela de la Estación El Olivo, cuando había escuela. Tiempo perdido. Misia Blanca le había enseñado a leer y a escribir y las cuatro operaciones junto con la Moniquita, que aprendió tan rápido y le ganaba en todo. Hasta que don Alejo dijo que Pancho tenía que ir a la escuela. Y después a estudiar qué sé yo, en la Universidad. ¡Cómo no! Fui el porro más porro de la clase y nunca pasaba de curso porque no se me antojaba, hasta que don Alejo, que no tiene pelo de tonto, se dio cuenta y bueno, para qué seguirse molestando con este chiquillo si no salió bueno para las letras, es mejor que aprenda los números y a leer nomás para que no lo confundan con un José Donoso El lugar sin límites 49 animal, y que se ponga a ayudar en el campo, vamos a ver qué podemos hacer con él, para qué va a ir a perder el tiempo en la escuela si tiene la mollera dura. Cada piedra. Y más allá, el mojón de concreto roto desde siempre. Quién sabe cómo lo rompieron. Difícil debe ser romper un mojón de concreto, pero roto está. Cada hoyo, cada piedra: don Alejo se las hizo aprender de memoria yendo y viniendo, todos los días del fundo a la escuela y de la escuela al fundo hasta que dijeron que ya estaba bueno, que qué se sacaban. Pero la Ema quiere que la Normita vaya a un colegio de monjas, no quiero que la niña sea una cualquiera, como una, que tuvo que casarse con el primero que la miró para no quedarse para vestir santos; mira cómo estaría una si hubiera estudiado un poco, para qué decís eso cuando sabís que te gusté apenas me viste y dejaste al chiquillo dueño de la carnicería porque te enamoraste de mí, pero estudiando hubiera sido distinto, qué es estudiar mamá y qué son las monjitas, yo quiero que la niña estudie una profesión corta como obstetricia, qué es obstetricia mamá, y a él no le gustaba que preguntara, tan chiquita y qué le va a explicar uno, mejor esperar que crezca. Si quiero, si se me antoja, mando a mi hija que estudie. Don Alejo no tiene nada que decir. Nada que ver conmigo. Yo soy yo. Solo. Y claro, la familia, como Octavio, que es mi compadre, así es que no me importa deberle y no me va a hacer nada si me demoro un poco con los pagos... le va a gustar que le quiera comprar casa a la Ema. Ahora le pago al viejo y me voy. El camión giró entre dos plátanos y entró por una avenida de palmeras. A los lados, bodegas. Y montones de orujo fétido junto a los galpones cerrados y oscuros. Al fondo, el parque, la encina gigantesca bajo la cual los veía tenderse en las hamacas y sillas de lona multicolor —él mirándolos desde el otro lado, pero cuando chico no porque la Moniquita y él jugaban juntos entre las hortensias gigantes, los dos solos, y los grandes se reían de él preguntándole si era novio de la Moniquita y él decía que sí, y entonces sí que lo dejaban entrar, pero después, cuando era más grande, entonces ya no: leían revistas en idiomas desconocidos, dormitando en las sillas de lona desteñida. Los cuatro perros se precipitaron hacia el camión, que se acercaba por la avenida de palmeras, y atacaron su caparazón brillante, rasguñándolo y embarrándolo en cuanto se detuvo frente a la llavería. —Bajémonos... — ¿Cómo, con estos brutos? Los brincos y gruñidos de los perros los sitiaron en la cabina. Entonces Pancho, porque sí, porque le dio rabia, porque le dio miedo, porque odiaba a los perros, comenzó a tocar la bocina como un loco y los perros a redoblar sus saltos rasguñando la pintura colorada que tanto cuidaba, pero ya no importa, ahora no importa nada más que tocar, tocar, para derribar las palmeras y la encina y atravesar la noche de parte a parte para que no quede nada, tocar, tocar, y los perros ladran mientras en el corredor se prende la luz y se animan figuras entre los sacos, y bajo las puertas, gritando a los perros, corriendo hacia el camión, pero Pancho no cesa, tiene que seguir, los perros furiosos sin obedecer a los peones que los llaman. Hasta que aparece don Alejo en lo alto de las gradas del corredor y Pancho deja de tocar. Entonces los perros se callaron y corrieron hacia él. —Otelo... Sultán. Acá, Negus, Moro... Los perros se alinearon detrás de don Alejo. — ¿Quién es? José Donoso El lugar sin límites 50 Pancho se quedó mudo, exangüe, como si hubiera gastado toda su fuerza. Octavio le dio un codazo, pero Pancho siguió mudo. —Bah. Poco hombre. Entonces Pancho abrió la puerta y saltó a tierra. Los perros se abalanzaron sobre él pero don Alejo alcanzó a llamarlos mientras Pancho volvía a subir a la cabina. Octavio había apagado los focos, y surgió todo el paisaje de la oscuridad, y la encina negra y las frondas de las palmas y el espesor de los muros y las tejas de los aleros se dibujaron contra el cielo repentinamente hondo y vacío. — ¿Quién es? —Pancho, don Alejo. Hay que ver sus perritos. — ¿Qué es esta pelotera que llegaste metiendo? ¿Estás borracho, sinvergüenza, que crees que puedes llegar a mi casa a cualquier hora metiendo todo este ruido? Ustedes encierren a los perros por allá, ya Moro, Sultán, allá, Otelo, Negus... y tú, Pancho, sube para acá arriba para el corredor mientras yo voy a buscar mi manta, mira que está helando... Pancho y Octavio bajaron cautelosamente del camión tratando de no caer en las pozas, y subieron al corredor. En el fondo de la U que abrazaba el parque vieron unas ventanas con luz. Se acercaron. El comedor. La familia reunida bajo la lámpara. Un muchacho de anteojos —nieto, el hijo de don Jorge, qué estará haciendo aquí en el fundo cuando ya debía estar en el colegio. Y Misia Blanca a la cabecera. Canosa, ahora. Era rubia, con una trenza muy larga que se enrollaba alrededor de la cabeza y que se cortó cuando él le pegó el tifus a la Moniquita. El la vio hacerlo, a Misia Blanca, en la capilla ardiente —alzó sus brazos, sus manos tomaron su trenza pesada y la cortó al ras, en la nuca. El la vio: a través de sus lágrimas que le brotaron sólo entonces, sólo cuando la señora Blanca se cortó la trenza y la echó adentro del cajón, él la vio nadando en sus lágrimas como ahora la veía nadando en el vidrio empañado del comedor. Que me presten a Panchito: llegaba a pedírselo a su madre para que fuera a jugar con la Moniquita porque eran casi de la misma edad y los sirvientes de la casa se reían de él porque decía que era novio de la hija del patrón. Ahora, ella era una anciana. Comía en silencio. Y cuando don Alejo por fin salió a reunirse con ellos en el corredor, con el sombrero y la manta de vicuña puesto, Pancho lo vio tan alto, tan alto como cuando lo miraba para arriba, él, un niño que apenas sobrepasaba la altura de sus rodillas. — ¡Qué milagro, Pancho! —Buenas noches, don Alejo... — ¿Con quién vienes? —Con Octavio... —Buenas noches. — ¿En qué puedo servirles? Se dejó caer en un sillón de mimbre y los dos hombres quedaron parados ante él. Pequeño se veía ahora. Y enfermo. — ¿A qué vinieron a esta hora? José Donoso El lugar sin límites 51 —Vengo a pagarle, don Alejo. Se puso de pie. —Pero si me pagaste esta mañana. No me debes nada hasta el mes entrante. ¿Qué te picó de repente? Iban paseándose por la U de los corredores. De cuando en cuando, al pasar, se repetía la imagen de Misia Blanca presidiendo la larga mesa casi vacía, una vez revolviendo la tisana, otra vez tapando la quesera, otra vez rompiendo el trozo de pan contra el mantel albo, dentro del marco de luz de la ventana. Octavio le iba explicando las cosas a don Alejo... quién sabe qué, prefiero no oír, lo hace mejor que yo. Sí, dejar que él lo haga porque él no se va a dejar montar por don Alejo, como me monta a mí. Misia Blanca elige en un platillo un terrón de azúcar tostada para su tisana. Uno para ella, otro para la Moniquita y otro para ti, Panchito, tiene un trozo de hoja de cedrón pegada, le da un gusto especial, gusto a Misia Blanca, bueno, váyanse a jugar al jardín y no la pierdas de vista, Pancho, que eres más grande y la tienes que cuidar. Y las hortensias descomunales allá en el fondo de la sombra, junto a la acequia de ladrillos aterciopelados de musgo él papá y ella mamá de las muñecas, hasta que los chiquillos nos pillan jugando con el catrecito, yo arrullando a la muñeca en mis brazos porque la Moniquita dice que así lo hacen los papá y los chiquillos se ríen —marica, marica, jugando a las muñecas como las mujeres—, no quiero volver nunca más pero me obligan porque me dan de comer y me visten pero yo prefiero pasar hambre y espío desde el cerco de ligustros porque quisiera ir de nuevo pero no quiero que me digan que soy el novio de la hija del patrón, y marica, marica por lo de las muñecas. Hasta que un día don Alejo me encuentra espiando entre los ligustros. Te pillé, chiquillo de mierda. Y su mano me toma de aquí, del cuello, y yo me agarro de su manta pataleando, él tan grande yo tan mínimo mirándolo para arriba como a un acantilado. Su manta un poco resbalosa y muy caliente porque es de vicuña. Y él me arrastra por los matorrales y yo me prendo a su manta porque es tan suave y tan caliente y me arrastra y yo le digo que no me habían dado permiso para venir, mentiroso, él lo sabe todo, eres un mentiroso, Pancho, no te arranques, porque quién va a cuidar y a jugar con la niña más que tú, y me lanza al parque tan grande para que la busque en la maraña de matorrales, y corro y mis pies se enredan en las pervincas pero yo no tengo para qué correr tanto si sé que está como todos los días, bajo las hortensias, en la sombra, junto a la tapia en que brillan las astillas de botellas quebradas, y llego y la toco, y de la punta de mi cuerpo con que iba penetrando el bosque de malezas, huyendo, esa punta de mi cuerpo derrama algo que me moja y entonces yo me enfermo de tifus y ella también y ella se muere y yo no, y yo me quedo mirando a Misia Blanca y sólo cuando sus manos levantan su trenza para cortarla comienzan a brotar mis lágrimas porque yo me mejoré y porque Misia Blanca se está cortando la trenza. Ha apagado la luz del comedor. En esta vuelta ya no está. La voz de Octavio sigue explicando: si, don Alejo, cómo no, no importa, aunque no le den los fletes, yo ya le conseguí otros, si, muy buenos, unos fletes de ladrillos, unos que están haciendo por el otro lado de... —¿De quién son esos ladrillos? Octavio no contestó. Don Alejo se detuvo sorprendido ante el silencio, y ellos también, Octavio sosteniendo la mirada del senador durante un instante. ¿Era posible? Pancho se dio cuenta de que Octavio no contestaba la pregunta de don Alejo porque si llegaba a saber de quién eran esos ladrillos podía llamar por teléfono, bastaba eso, para que no se los dieran. Él conocía a todo el mundo. Todo el mundo lo respetaba. Tenía los hilos de todo el mundo en sus dedos. Pero su cuñado Octavio, su compadre, el padrino de la Normita, le estaba haciendo frente: Octavio era nuevo en la zona y no le tenía miedo al viejo. Y porque no quería, no le contestaba. Dieron una vuelta entera por el corredor sin José Donoso El lugar sin límites 52 hablar. El parque estaba callado pero vivo, y el silencio que dejaron sus voces se fue recamando de ruidos casi imperceptibles, la gota que caía de la punta del alero, llaves tintineando en el bolsillo de Octavio, el escalofrío del jazmín casi desnudo atravesando por goterones, los pasos lentos que concluyeron en la puerta de la casa. —Hace frío... —Claro. Con tanto fresco. Pancho se estremeció con las palabras de su cuñado: don Alejo lo miro a punto de preguntarle qué quería decir con eso, pero no lo hizo, y comenzó a contar los billetes que Octavio le entregó. —Tres por lo menos... —¿Qué dice? —Frescos... tres... Pancho le arrebató la palabra a su cuñado antes de que continuara entusiasmado por sus triunfos. ¿Eran triunfos? Don Alejo estaba demasiado tranquilo. Quizas no había oído. —No, no, nada, don Alejo. Bueno, si está conforme no lo molestamos más y nos vamos. Estamos quitándole el tiempo. Y con este frío. Salúdeme a Misia Blanca, por favor. ¿Está bien? Don Alejo los acompañó hasta el extremo del corredor para despedirlos. Cruzando el barro hacia el camión se dieron vuelta y vieron a los cuatro perros junto a él en las gradas. —Cuidadito con los perros... Don Alejo se rió fuerte. —Cómetelos, Sultán... Y los cuatro perros se lanzaron detrás de ellos. Apenas tuvieron tiempo para subir al camión antes de que comenzaran a arañar las puertas. Al girar hacia la salida los focos alumbraron un momento la figura de don Alejo en lo alto de las gradas y después los focos que avanzaban fueron tragándose, de par en par, las palmeras de la salida del fundo. Pancho dio un suspiro. —Ya está. —No me dejaste decirle en su cara que es un fresco. —Si es buena gente el futre. Pero fresco. Octavio se lo había venido contando cuando venían hacia el pueblo y entonces le creyó, pero ahora era más difícil creerlo. Que lo sabían hasta las piedras del camino por donde regresaban a la Estación. Que no fuera idiota, que se diera cuenta de que el viejo jamás se había preocupado de la electricidad José Donoso El lugar sin límites 53 del pueblo, que era puro cuento, que al contrario, ahora le convenía que el pueblo no se electrificara jamás. Que no fuera inocente, que el viejo era un macuco. Las veces que había ido a hablar con el Intendente del asunto era para distraerlo, para que no electrificara el pueblo, yo se lo digo porque sé, porque el chófer del Intendente es amigo mío y me contó, no sea leso, compadre. Claro. Piénselo. Quiere que toda la gente se vaya del pueblo. Y como él es dueño de casi todas las casas, si no de todas, entonces, qué le cuesta echarle otra habladita al Intendente para que le ceda los terrenos de las calles que eran de él para empezar y entonces echar abajo todas las casas y arar el terreno del pueblo, abonado y descansado, y plantar más y más viñas como si el pueblo jamás hubiera existido, sí, me consta que eso es lo que quiere. Ahora, después que se le hundió el proyecto de hacer la Estación El Olivo un gran pueblo, como pensó cuando el longitudinal iba a pasar por aquí mismo, por la puerta de su casa... Inclinado sobre el manubrio, Pancho escudriña la oscuridad porque tiene que escudriñarla si no quiere despeñarse en un canal o injertarse en la zarzamora. Cada piedra del camino hay que mirarla, cada bache, cada uno de estos árboles que yo iba a abandonar para siempre. Creí que quedaba aquí esto con mis huellas, para después pensar cuando quisiera en estas calles por donde voy entrando, que ya no van a existir y no voy a poder recordarlas porque ya no existen y yo ya no podré volver. No quiero volver. Quiero ir hacia otras cosas, hacia adelante. La casa en Talca para la Ema y la escuela para la Normita. Me gustaría tener dónde volver no para volver sino para tenerlo, nada más, y ahora no voy a tenerlo Porque don Alejo se va a morir. La certidumbre de la muerte de don Alejo vació la noche y Pancho tuvo que aferrarse de su manubrio para no caer en ese abismo. —Compadre. — ¿Qué le pasa? No supo qué decir. Era sólo para oír su: voz. Para ver si realmente quería ser como Octavio, que no tenía dónde volver y no le importaba. Era el hombre más macanudo del mundo porque se hizo su situación solo y ahora era dueño de una estación de servicio y del restaurancito del lado en el camino longitudinal, por donde pasaban cientos de camiones. Hacía lo que quería y le pasaba para la semana a su mujer, no como la Ema, que le sacaba toda la plata, como si se la debiera. Octavio era un gran hombre, gran, gran. Era una suerte haberse casado con su hermana. Uno sentía las espaldas cubiertas. —Quedó a mano, entonces. Mejor no tener nada que ver con ellos. Son una mugre, compadre, se lo digo yo, usted no sabe en las que me han metido estos futres de porquería. Iban llegando al pueblo. ¿A dónde vamos? —A celebrar. ¿Pero a dónde? ¿A dónde cree, pues, compadre? —Donde la Japonesita. Adonde la Japonesita, entonces.

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