La Japonesita no adivinó inmediatamente por qué don Alejandro tenía tanta urgencia de hablar con ella. Al principio, cuando la Manuela le dio el mensaje, se sorprendió, porque el Senador siempre caía a visitarla sin avisar, como quien llega a su propia casa. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que tanto protocolo no podía significar más que una cosa: que por fin iba a participarle los resultados definitivos de sus gestiones para la electrificación del pueblo. Hacía tiempo que estaba empeñado en que lo hicieran. Pero la respuesta a la solicitud se iba retrasando de año en año, quién sabe cuántos ya, y siempre resultaba necesario aplazar el momento oportuno para acercarse a las autoridades provinciales. El Intendente se hallaba siempre de viaje o estamos haciendo gastos demasiado importantes en otra región por el momento o el secretario de la Intendencia pertenece al partido enemigo y es preferible esperar. Pero el lunes anterior, al cruzar la Plaza de Armas de Talca en dirección al Banco, la Japonesita se encontró con don Alejandro dirigiéndose a la Intendencia. Se pararon en la esquina. El le compró un paquete de maní caliente, de regalo, dijo, pero mientras conversaban se lo comió casi todo él, moliendo las cáscaras que al caer iban quedando prendidas en los pelos de su manta de vicuña allí donde la alzaba un poco su panza. Dijo que ahora sí: todo estaba listo. En media hora más tenía entrevista con el Intendente para echarle en cara su abandono de la Estación El Olivo. La Japonesita se quedó vagando por la plaza en espera de la salida de don Alejo con los resultados de la famosa entrevista. Luego, como tuvo otras cosas que hacer y llegó la hora del tren, ya no lo vio. Durante toda la semana estuvo averiguando si el caballero había vuelto al fundo, pero esa semana no le tocó ir ni de pasada, ni una sola vez. Se conformó con quedarse pensando, esperando. Pero hoy sí. Por fin. La Japonesita permaneció en la cocina después del almuerzo, cuando cada puta se fue a refugiarse en su covacha y la Manuela acompañó a la Lucy a su pieza. En vez de avivar con otro leño el rescoldo que quedaba en el vientre de la cocina se fue acercando más y más al fuego que palidecía, arrebozándose más y más y más con un chal: tengo los huesos azules de frío. Ya oscurecía. El agua no amainaba, cubriendo poco a poco los trozos de ladrillo que la Cloty puso para cruzar el patio. Al otro lado, frente a la puerta de la cocina, la Lucy tenía abierta la puerta de su pieza y la vio encender una vela. La Japonesita, de vez en cuando, levantaba la cabeza para echar una mirada y ver de qué se reían tanto con la Manuela. Las últimas carcajadas, las más estridentes de toda la tarde, fueron porque la Manuela, con la boca llena de horquillas para el peinado moderno que le estaba haciendo a la Lucy, se tentó de la risa y las horquillas salieron disparadas y las dos, la Lucy y la Manuela, anduvieron un buen rato de rodillas, buscándolas por el suelo. Quedaba un poco de luz afuera. Pero desganada, sin fuerza para vencer a las tinieblas de la cocina. La Japonesita extendió una mano para tocar una hornalla: algo de calor. Con la electricidad todo esto iba a cambiar. Esta intemperie. El agua invadía la cocina a través de las chilcas formando un barro que se pegaba a todo. Tal vez entonces la agresividad del frío que se adueñaba de su cuerpo con los primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándolo, no resultara tan imbatible. Tal vez no fuera creciendo esta humedad de mayo a junio, de junio a julio, hasta que en agosto ya le parecía que el verdín la cubría entera, su cuerpo, su cara, su ropa, su comida, todo. El pueblo entero reviviría con la electricidad para ser otra vez lo que fue en tiempos de la juventud de su madre. El lunes anterior, mientras esperaba a don Alejo, se metió en una tienda que vendía Wurlitzers. Muchas veces se había parado en la vitrina para mirarlos separada de su color y de su música por su propio reflejo en el vidrio de la vitrina. Nunca había entrado. Esta vez sí. Un dependiente con las pestañas desteñidas y las orejas traslúcidas la atendió, dándole demostraciones, obsequiándole folletos, asegurándole una amplia garantía. La Japonesita se dio cuenta de que lo hacía sin creer que ella era capaz de comprar uno de esos aparatos soberbios. Pero podía. En cuanto electrificaran el pueblo iba a comprar un Wurlitzer. Inmediatamente. No, antes. Porque si don Alejo le traía esta tarde la noticia de que el permiso para la electrificación estaba dado o que se llegó a firmar algún acuerdo o documento, ella iba a comprar el Wurlitzer mañana mismo, mañana lunes, el que tuviera más colores, ése con un paisaje de mar turquesa y palmeras, el aparato más grande de todos. Mañana lunes hablaría con el muchacho de las pestañas desteñidas para pedirle que se lo mandara. Entonces, el primer día que funcionara la electricidad en el pueblo, funcionaría en su casa el Wurlitzer. A la Manuela mejor no decirle nada. Bastaría insinuarle el proyecto para que enloqueciera, dándole por hecho, hablando, exigiendo, sin dejarla en paz, hasta que terminaría por decidirse a no comprar nada. En el cuarto de enfrente se estaba desvistiendo para probarse el vestido colorado a la luz de la vela. A su edad no le tenía miedo al frío. Igual a mi madre, que en paz descanse. Aún en los días más destemplados, como éste por ejemplo, ella, grande y gorda, con los senos pesados como sacos repletos de uva, se escotaba. En el ángulo inferior del escote, donde comenzaban a hincharse sus senos, llevaba siempre un pañuelo minúsculo, y durante una conversación o tomando su botellón de tinto o mientras preparaba las sopaipillas más sabrosas del mundo, sacaba su pañuelo y se enjugaba el sudor casi imperceptible que siempre le brotaba en la frente, en la nariz, y sobre todo en el escote. Decían que la Japonesa Grande murió de algo al hígado, de tanto tomar vino. Pero no era verdad. No tomaba tanto. Mi madre murió de pena. De pena porque la Estación El Olivo se iba para abajo, porque ya no era lo que fue. Tanto que habló de la electrificación con don Alejo. Y nada. Después anduvieron diciendo que el camino pavimentado, el longitudinal, iba a pasar por El Olivo mismo, de modo que se transformaría en un pueblo de importancia. Mientras tuvo esta esperanza mi mamá floreció. Pero después le dijeron la verdad, don Alejo creo, que el trazado del camino pasaba a dos kilómetros del pueblo y entonces ella comenzó a desesperarse. La carretera longitudinal es plateada, recta como un cuchillo: de un tajo le cortó la vida a la Estación El Olivo, anidado en un amable meandro del camino antiguo. Los fletes ya no se hacían por tren, como antes, sino que por camión, por carretera. El tren ya no pasaba más que un par de veces por semana. Quedaban apenas un puñado de pobladores. La Japonesa Grande recordaba, hacia el final, que en otra época la misa de doce en el verano atraía a los breaks y a los victorias más encopetados de la región, y la juventud elegante de los fundos cercanos se reunía al atardecer, en caballos escogidos, a la puerta del correo para reclamar la correspondencia que traía el tren. Los muchachos, tan comedidos de día como acompañantes de sus hermanas, primas o novias, de noche se soltaban el pelo en la casa de la Japonesa, que no cerraba nunca. Después, llegaban sólo los obreros del camino longitudinal, que hacían a pie los dos kilómetros hasta su casa, y después ni siquiera ellos, sólo los obreros habituales de la comarca, los inquilinos, los peones, los afuerinos que venían a la vendimia. Otra clase de gente. Y más tarde ni ellos. Ahora era tan corto el camino a Talca que el domingo era el día más flojo —se llegaba a la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, y ya no se podía pretender hacerle la competencia a casas como la de la Pecho de Palo. Siquiera electricidad, decía, siquiera eso, yo la oía quejarse siempre, de tantas cosas, de la hoguera en el estómago, quejarse monótonamente, suavemente, al final, tendida en la cama, hinchada, ojerosa. Pero no, nunca, nada, a pesar de que don Alejo le decía que esperara pero un buen día ya no pudo esperar más y comenzó a morirse. Y cuando murió la enterramos en el cementerio de San Alfonso porque en El Olivo ni cementerio hay. El Olivo no es más que un desorden de casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a tragárselo. ¿Y él de qué se ríe tanto? ¿Qué derecho tiene a no sentir el frío que a mí me está trizando los huesos? — ¡Papá! Lo gritó desde la puerta de la cocina. La Manuela se paró en el marco iluminado de la puerta de la Lucy. Flaco y chico, parado allí en la puerta con la cadera graciosamente quebrada y con la oscuridad borroneándole la cara, parecía un adolescente. Pero ella conocía ese cuerpo. No daba calor. No calentaba las sábanas. No era el cuerpo de su madre: ese calor casi material en que ella se metía como en una caldera, envolviéndose con él, y que secaba su ropa apercancada y sus huesos y todo... — ¿Qué? —Venga. — ¿Para qué me quieres? —Venga nomás. —Estoy ocupada con la Lucy. — ¿No le digo que lo necesito? La Manuela, cubriéndose con el vestido de española, cruzó como pudo el lago del patio, chapoteando entre las hojas flotantes desprendidas del parrón. La Japonesita se había sentado de nuevo junto al fuego que se extinguía. —Tan oscuro, niña. Parece velorio. La Japonesita no contestó. —Voy a echarle otro palo al fuego. No esperó a que diera llama. — ¿Prendo una vela? ¿Para qué? Ella podía estar tardes enteras, días enteros en la oscuridad, como ahora, sin sentir nostalgia por la luz., añorando, eso sí, un poco de calor. —Bueno. La Manuela encendió y después de dejar la vela encima de la mesa junto a las papas, se puso los anteojos y se sentó a coser al lado de la luz. La Lucy había apagado. Iba a dormir hasta la hora de la comida. Así era fácil matar el tiempo. Eran las cinco. Faltaban tres horas para la comida. Tres horas y ya estaba oscuro. Tres horas para que comenzara la noche y el trabajo. —Apuesto que no viene nadie esta noche. La Manuela se paró. Sostuvo su vestido pegado al cuerpo, el escote con el mentón, la cintura con las manos. — ¿Cómo me queda? —Bien. La lluvia cesó. En el gallinero oyeron hincharse el pavo de la Lucy: el pago de un enamorado que no tuvo otra cosa con qué pagarle. El vestido quedó perfecto. —Apuesto que no viene nadie esta noche. Esta vez lo dijo la Manuela. La Japonesita levantó la cabeza como si le hubieran tocado un resorte. —Usted sabe que va a venir Pancho Vega. La Manuela se picó un dedo con la aguja y se lo chupó. — ¿Yo? ¿Que va a venir Pancho Vega? —Claro. ¿Para qué está arreglando su vestido, entonces? —Pero si no está en el pueblo. —Usted me dijo que anoche oyó la bocina... —Sí, pero yo no... —Usted sabe que va a venir. Inútil negarlo. Su hija tiene razón. Pancho va a venir esta noche aunque llueva o truene. Tomó su vestido, la percala viejísima entibiada por el fuego. Todo el santo día dele que te dele a la aguja, preparándolo, preparándose. Vamos a ver si es tan macho como dice. Me las va a pagar. Si pasa algo esta noche no va a quedar nadie en todo el pueblo que no lo sepa, nadie, a ver si le gusta decir las cosas que dice de las pobres locas, hasta las piedras lo van a saber. La Manuela dejó su vestido, puso la vela encima de la mesa del lavatorio, debajo del pedazo de espejo. Comenzó a peinarse. Tan poco pelo. Apenas cuatro mechas que me rayan el casco. No puedo hacerme ningún peinado. Ya pasaron esos días. —Oye... La Japonesita levantó la cabeza. — ¿Qué? —Ven para acá. Se cambió a una silla de totora frente al espejo. La Manuela tomó sus cabellos lacios, frunció los ojos para mirarla, tienes que tratar de ser bonita, y comenzó a escarmenárselos —qué sacas con ser mujer si no eres coqueta, a los hombres les gusta, tonta, a eso vienen, a olvidarse de los espantapájaros con que están casados, y con el pelo así, ves, así es como se usa, así queda bien, con un poco caído sobre la frente y lo demás alto como una colmena se llama, y la Manuela se lo escarmena y se ponen una cinta aquí, no tienes una cinta bonita, yo creo que tengo una guardada en la maleta, si quieres te la presto, te la voy a poner aquí. A una de las nietas de don Alejo la vi así en el verano, ves que te queda bien esta línea, no seas tonta, aprovecha... ves, así... La Japonesita cedió tranquilamente. Sí. Seguro que venía. Ella lo sabe tan claramente como lo sabe la Manuela. El año pasado, cuando trató de abusar con ella, sintió su aliento avinagrado en su mejilla, en su nariz. Bajo las manos de su padre que le rozaban la cara de vez en cuando, el recuerdo agarrotó a la Japonesita. La había agarrado con sus manos ásperas como un ladrillo, el pulgar cuadrado, de uña roída, tiznado de aceite, ancho, chato, hundido en su brazo, haciéndola doler, un moretón que le duró más de un mes... —Papá... La Manuela no contestó. — ¿Qué vamos a hacer si viene? La Manuela dejó la peineta. Frente al espejo el pelo de la Japonesita quedó escarmenado como el de un bosquimano. —Usted me tiene que defender si viene Pancho. La Manuela tiró las horquillas al suelo. Ya estaba bueno. ¿Para qué seguía haciéndose tonta? ¿Quería que ella, la Manuela, se enfrentara con un machote como Pancho Vega? Que se diera cuenta de una vez por todas y que no siguiera contándose el cuento... sabes muy bien que soy loca perdida, nunca nadie trató de ocultártelo. Y tú pidiéndome que te proteja: si voy a salir corriendo a esconderme como una gallina en cuanto llegue Pancho. Culpa suya no es por ser su papá. El no hizo la famosa apuesta y no había querido tener nada que ver con el asunto. Qué se le iba a hacer. Después de la muerte de la Japonesa Grande te he pedido tantas veces que me des mi parte para irme, qué sé yo dónde, siempre habrá alguna casa de putas donde trabajar por ahí... pero nunca has querido. Y yo tampoco. Fue todo culpa de la Japonesa Grande, que lo convenció —que se iban a hacer ricos con la casa, que qué importaba la chiquilla, y cuando la Japonesa Grande estaba viva era verdad que no importaba porque a la Manuela le gustaba estar con ella... pero hacía cuatro años que la enterraron en el cementerio de San Alfonso porque este pueblo de porquería ni cementerio propio tiene y a mí también me van a enterrar ahí, y mientras tanto, aquí se queda la Manuela. Ni suelo en la cocina: barro. ¿Así es que para qué la molestaba la Japonesita? Si quería que la defendieran, que se casara, o que tuviera un hombre. El... bueno, ya ni para bailar servía. El año pasado, después de lo de Pancho, su hija le gritó que le daba vergüenza ser hija de un maricón como él. Que claro que le gustaría irse a vivir a otra parte y poner otro negocio. Pero que no se iba porque la Estación El Olivo era tan chica y todos los conocían y a nadie le llamaba la atención, tan acostumbrados estaban. Ni los niños preguntaban porque nacían sabiendo. No hay necesidad de explicar eso, dijo la Japonesita, y el pueblo se va a acabar uno de estos días y yo y usted con este pueblo de mierda que no pregunta ni se extraña de nada. Una tienda en Talca. No. Ni restaurante ni cigarrería ni lavandería, ni depósito de géneros, nada. Aquí en El Olivo, escondiéndonos... bueno, bueno, chiquilla de mierda, entonces no me digas papá. Porque cuando la Japonesita le decía papá, su vestido de española tendido encima del lavatorio se ponía más viejo, la percala gastada, el rojo desteñido, los zurcidos a la vista, horrible, ineficaz, y la noche oscura y fría y larga extendiéndose por las viñas, apretando y venciendo esta chispita que había sido posible fabricar en el despoblado, no me digái papá, chiquilla huevona. Dime Manuela, como todos. ¡Que te defienda! Lo único que faltaba. ¿Y a una, quién la defiende? No, uno de estos días tomo mis cachivaches y me largo a un pueblo grande como Talca. Seguro que la Pecho de Palo me da trabajo. Pero eso lo había dicho demasiadas veces y tenía sesenta años. Siguió escarmenando el pelo de su hija. — ¿Para qué te voy a defender? Acuéstate con él, no seas tonta. Es regio. El hombre más macho de por aquí y tiene camión y todo y nos podía llevar a pasear. Y como puta vas a tener que ser algún día, así que... ...que la forzara. Esta noche por fin, aunque tuviera que correr sangre. Pancho Vega o cualquier otro, eso ella lo sabía. Pero hoy Pancho. Un año llevaba soñando con él. Soñando que la hacía sufrir, que le pegaba, que la violentaba, pero en esa violencia, debajo de ella o adentro de ella, encontraba algo con qué vencer el frío del invierno. Este invierno, porque Pancho era cruel y un bruto y le torció el brazo, fue el invierno menos frío desde que la Japonesa Grande murió. Y los dedos de la Manuela tocándole la cabeza, palpándole la mejilla junto a la oreja para falsificar la coquetería de rizo, tampoco eran tan fríos... era un niño, la Manuela. Podía odiarlo, como hace un rato. Y no odiarlo. Un niño, un pájaro. Cualquier cosa menos un hombre. El mismo decía que era muy mujer. Pero tampoco era verdad. En fin, tiene razón. Si voy a ser puta mejor comenzar con Pancho. La Manuela terminó de arreglar el pelo de la Japonesita en la forma de una colmena. Mujer. Era mujer. Ella se iba a quedar con Pancho. El era hombre. Y viejo. Un maricón pobre y viejo. Una loca aficionada a las fiestas y al vino y a los trapos y a los hombres. Era fácil olvidarlo aquí, protegido en el pueblo —sí, tiene razón, mejor quedarnos. Pero de pronto la Japonesita le decía esa palabra y su propia imagen se borroneaba como si le hubiera caído encima una gota de agua y él entonces se perdía de vista a sí misma, mismo, yo misma no sé, él no sabe ni ve a la Manuela y no quedaba nada, esta pena, esta incapacidad, nada más, este gran borrón de agua en que naufraga. Al dar los últimos toques al peinado la Manuela sintió a través del pelo que su hija se iba entibiando. Como si de veras le hubiera entregado la cabeza para que se la embelleciera. Esa ayuda ella podía y quería dársela. La Japonesita estaba sonriendo. —Prenda otra vela para verme mejor... La prendió y la puso al otro lado del espejo. La Japonesita, con sus dedos, tocó apenas su propia imagen en el jirón de vidrio. Se dio vuelta: — ¿Me veo bien? Sí, si Pancho Vega no fuera tan bruto entonces ella se enamoraría de él y sería su amante un tiempo hasta que la dejara para irse con otra, porque así son de brutos los hombres, y después yo sería distinta. Y tal vez no tan avara, pasó la Manuela, tan amarrada con mi plata, que al fin y al cabo harto trabajo me cuesta ganármela. Y yo tal vez no sentiré tanto frío. Un poco de dolor o amargura cuando el bruto de Pancho se fuera, pero qué importaba, nada, si ella, y ella también, quedaba más clara. Era una de esas noches en que la Manuela hubiera preferido irse a acostar, doblar el vestido, tomar una cápsula, y después, ya, otro día. No ver a nadie hoy porque todo su calor , parecía haberse trasvasijado a la Japonesita dejándola a ella, a la Manuela, sin nada. Afuera, las nubes se perseguían por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse, y en el patio, la artesa, el gallinero, el retrete, todos los objetos hasta el más insignificante, adquirieron volúmenes, lanzando sombras precisas sobre el agua que ya se consumía bajo el cielo overo. Tal vez, después de todo, no vendría Pancho... tal vez todo no fuera más que una broma de don Alejo, que era tan aficionado a las bromas. Tal vez por último ni siquiera vendría don Alejo con este frío —él mismo dijo que estaba enfermo y que los médicos lo molestaban con exámenes y dietas y regímenes. Tocó su vestido desmayado sobre la suciedad de las papas, y en el silencio oyó el ronquido de la Lucy al otro lado del patio. Vio su propia cara en el espejo, sobre la cara de su hija, que se miraba extática —las velas, a cada lado, eran como las de un velorio. Su propio velorio tendría así de luz en el mismo salón donde, cuando el calor de la fiesta fundía las durezas de las cosas, ella bailaba. Se iba a quedar eternamente en la Estación El Olivo. Morir aquí, mucho, mucho antes de que muriera esa hija suya que no sabía bailar pero que era joven y era mujer y cuya esperanza al mirarse en el espejo quebrado no era una mentira grotesca. — ¿De veras me veo bien? —Para lo fea que eres... más o menos...