Capítulo 11

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-¿Por qué no?

Avanzó hasta el centro del salón.

—Póngame «El relicario», chiquillos.

Con el talle quebrado, un brazo en alto, chasqueando los dedos, circuló en el espacio vacío del centro, perseguida por su cola colorada hecha jirones y salpicada de barro. Aplaudiendo, Pancho se acercó para tratar de besarla y abrazarla riéndose a carcajadas de esta loca patuleca, de este maricón arrugado como una pasa, gritando que sí, mi alma, que ahora sí que iba a comenzar la fiesta de veras... pero la Manuela se le escabullía, chasqueando los dedos, circulando orgullosa entre las mesas antes de entregarse al baile. La Japonesita se le acercó para tratar de impedirlo. Antes de que Pancho la despidiera de una manotada, alcanzó a murmurar:

—Váyanse para adentro...

—Ay, chiquilla lesa, hasta cuándo voy a tener que aguantarte. Ándate tú si querís. ¿No es cierto, Pancho? Estái aguando la fiesta.

—Sí, que se vaya...

Y se dejó caer en una silla. Desde ahí Pancho siguió gritando que ahora sí que iba a comenzar lo bueno, que por qué había tan poca gente, que trajeran vino, pasteles, un asado, todo lo que hubiera, que él pagaba todo para celebrar... la Lucy, mijita, siéntese aquí y usted, compadre, dónde se me había metido que me dejó solo en este velorio, venga para acá, y don Céspedes, no tenga miedo mire que allá tan lejos le va a dar frío y una puta acudió llamada por tanto ruido y se sentó sola en otra mesa y avivó la llama del chonchón y la Cloty se puso al lado de la victrola para cambiar los discos mirando a la Manuela con los ojos que se le saltaban.

—Por Diosito santo, la veterana esta...

En Talca le habían hablado a la Cloty de estos bailes de la Manuela, pero cómo iba a creer, tan vieja la loca. Tenía ganas de ver. Encendieron dos chonchones en las mesas alrededor de la pista y entonces Pancho vio por fin los ojos de la Manuela iluminados enteros, redomas, como se acordaba de ellos entre sus manos y los ojos de la Japonesita iluminados enteros y tomó un trago largo, el más largo de la noche porque no quería ver y le sirvió más tinto a Pancho, y a la Lucy, que tomen todos, aquí pago yo. Le tomó la cabeza a la Manuela y la obligó a tomarse un trago largo como el suyo y la Manuela se limpió la boca con el dorso de la mano. La Lucy se quedó dormida. Don Céspedes miraba a la Manuela, pero como si no la viera.

—Échale nomás, Manuelita de mi alma, échale... que sea buena mi fiesta de despedida. Ya ustedes los van a borrar todos, así fzzzzz... soplándolos, ustedes saben quién. Don Céspedes, usted sabe que don Alejo los va a borrar a todos estos huevones porque le dio la real gana...

En los campos que rodeaban al pueblo el trazado de las viñas, esa noche bajo la luna, era perfecto: don Céspedes, con los ojos abiertos, lo veía. El achurado regular, el ordenamiento que situaba al caserío de murallones derruidos, la tendalera de este lugar que las viñas iban a borrar —y esta casa, este pequeño punto donde ellos, juntos, golpeaban la noche como una roca: la Manuela con su vestido incandescente en el centro tiene que divertirlos y matarles el tiempo peligroso y vivo que quería engullirlos, la Manuela enloquecida en la pista: aplaudan. Marcan el ritmo con sus tacos en el suelo de tierra, palmotean las mesas rengas donde vacilan los chonchones. La Cloty cambia el disco.

Pancho, de pronto, se ha callado mirando a la Manuela. A eso que baila allí en el centro, ajado, enloquecido, con la respiración arrítmica, todo cuencas, oquedades, sombras, quebradas, eso que se va a morir a pesar de las exclamaciones que lanza, eso increíblemente asqueroso y que increíblemente es fiesta, eso está bailando para él, él sabe que desea tocarlo y acariciarlo, desea que ese retorcerse no sea sólo allá en el centro sino contra su piel, y Pancho se deja mirar y acariciar desde allá... el viejo maricón que baila para él y él se deja bailar y que ya no da risa porque es como si él, también, estuviera anhelando. Que Octavio no sepa. No se dé cuenta. Que nadie sedé cuenta. Que no lo vean dejándose tocar y sobar por las contorsiones y las manos histéricas de la Manuela que no lo tocan, dejándose sí, pero desde aquí desde la silla donde está sentado nadie ve lo que le sucede debajo de la mesa, pero que no puede ser, no puede ser y toma una mano dormida de la Lucy y la pone allí, donde arde. El baile de la Manuela lo soba y él quisiera agarrarla así, así, hasta quebrarla, ese cuerpo olisco agitándose en sus brazos y yo con la Manuela que se agita, apretando para que no se mueva tanto, para que se quede tranquila, apretándola, hasta que me mire con esos ojos de redoma aterrados y hundiendo mis manos en sus vísceras babosas y calientes para jugar con ellas, dejarla allí tendida, inofensiva, muerta: una cosa.

El lugar sin limitesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora