Le pusieron una jarra de vino, del mejor, al frente, pero no lo probó. Mientras hablaba, la Japonesita se sacó una de las horquillas que sostenían su peinado y con ella se rascó la cabeza. Los perros se quedaron echados en el barro de la acera, gruñendo de vez en cuando junto a la puerta o dándole un rasguñón que casi la derribaba. —Negus, tranquilo... Moro... La Manuela también se sentó a la mesa. Se sirvió un vaso de vino tinto, de éste que su hija reservaba para las grandes ocasiones y que nunca le convidaba. La Cloty, la Lucy, la Elvira y otra puta más tomaban mate en un rincón, donde no las pescara el viento que entraba por las rendijas de las puertas y del techo. Cébame otro. No va a venir nadie esta noche. Bostezaban. Seguramente va a cerrar apenas se vaya el caballero y nosotras nos vamos a poder ir a dormir. Elvira, cambia el disco, ponme «Bésame mucho», ay no, otra cosa mejor, algo más alegre. La Elvira le dio cuerda a la victrola encima del mostrador, pero antes de poner otro disco comenzó a limpiarla con un trapo, ordenando a su lado el montón de discos. Las noticias que trajo don Alejo Cruz fueron malas: no iban a electrificar el pueblo. Quién sabe hasta cuándo. Quizá nunca. El Intendente decía -que no tenía tiempo para preocuparse de algo tan insignificante, que el destino de la Estación El Olivo era desaparecer. Ni toda la influencia de don Alejo sumada a la de todos los Cruz convenció al Intendente. Tal vez dentro de un par de años, pero sin seguridad. Que entonces le volviera a hablar del asunto a ver si las cosas se veían más despejadas. Equivalía a un no rotundo. Y don Alejo se lo dijo así, claramente, a la Japonesita. Trató de convencerla de lo lógico que era que el Intendente pensara así, dio razones y explicaciones aunque la Japonesita no dijo ni una sílaba de protesta —sí, pues chiquilla, tan pocos toneleros que quedan, un par creo y viejazos ya, y la demás gente, tú ves, es tan poca y tan pobre, y el tren que ya ni para aquí siquiera, los lunes nomás, para que tú te subas en la mañana y te bajes en la tarde cuando vas a Talca. Hasta la bodega de la estación se está cayendo y hace tanto tiempo que no la uso que ni olor a vino le queda. —Si hasta la Ludo me dijo esta mañana cuando le fui a pedir hilo colorado, cuando lo encontré a usted, don Alejandro, que estaba pensando irse a Talca. Claro, tiene a su Acevedo en un nicho perpetuo allá y con misas todos los días y una hermana que tiene... — ¿La Ludo? No sabía. Qué raro que la Blanca no me dijo nada y estuvo a verla hace poco. ¿Cómo está la Ludo? ¿Es de ella la casa...? —Claro, si Acevedo se la compró cuando... Entonces la Manuela se acordó que la Ludo le había dicho que don Alejo quería comprársela, de modo que sabía muy bien de quién era la propiedad. Lo miró, pero cuando sus ojos se encontraron con los del senador los retiró, y mirando a las putas hizo señas para que acercaran el brasero. La Lucy lo puso entre la Japonesita y don Alejo y ella volvió a ofrecerle vino. —No me desprecie, pues, don Alejo. Es de la cosecha que a usted le gusta. Ni a usted le queda de éste... —No, gracias, mijita. Me voy. Se está haciendo tarde. —A ti no te gusta este negocio, no te ha gustado nunca, como a tu mamá. Mañana mismo te consigo la plata si quieres, y podemos preparar la escritura de la venta donde el notario, si te decides. Empújala, Manuela. Y te puedo ayudar a buscar un local conveniente, bueno, bien bueno, allá en Talca. ¿Vas a ir en el tren de mañana? —Sí. Tengo que depositar. —Entonces... Ella no contestó. —Voy a andar por el Banco alrededor de las doce... Esta vez don Alejo se puso de pie: la almendra de luz de carburo en el pico del chonchón se agitó con el movimiento de la manta. Los perros comenzaron a alborotarse afuera, husmeando el aire del salón por la juntura de la puerta como si quisieran bebérselo. La Manuela y la Japonesita lo siguieron hasta la puerta. Tomó el picaporte. Con la otra mano se puso el sombrero y apagó su rostro. Estuvo así unos instantes diciéndoles cosas, repitiéndoles que lo pensaran, que si querían podían seguir discutiendo el negocio otro día, que él estaba a su disposición, ya sabían el afecto que les tenía de toda la vida, que si querían, tasaran la casa, él conocía a un experto serio y estaba dispuesto a pagar el precio de la tasación... Cuando por fin abrió la puerta y entró el aire con la bocanada de estrellas y volvió a cerrarla, el Wurlitzer se hizo añicos detrás de los ojos fruncidos de la Japonesita. Ella y el pueblo entero quedaron en tinieblas. Qué importaba que todo se viniera abajo, daba lo mismo con tal que ella no tuviera necesidad de moverse ni de cambiar. No. Aquí se quedaría rodeada de esta oscuridad donde nada podía suceder que no fuera una muerte imperceptible, rodeada de las cosas de siempre. No. La electricidad y el Wurlitzer no fueron más que espejismos que durante un instante, por suerte muy corto, la indujeron a creer que era posible otra cosa. Ahora no. No quedaba ni una esperanza que pudiera dolerle, eliminando también el miedo. Todo iba a continuar así como ahora, como antes, como siempre. Volvió a la mesa y se sentó en la silla calentada por la manta de don Alejo. Se inclinó sobre el brasero. —Tranca la puerta, Cloty... La Manuela, que se dirigía hacia la victrola, se quedó parada y bruscamente dio media vuelta. — ¿Vamos a cerrar? —Sí. Ya no va a venir nadie. —Pero si no va a seguir lloviendo. —Los caminos deben estar embarrados. —Pero... —...y va a escarchar. La Manuela fue a sentarse al otro lado del brasero y también se inclinó sobre él. La Cloty puso «Flores negras» en la victrola y el disco comenzó a chillar. Las demás putas desaparecieron. — ¿Por qué no le hacemos caso a don Alejo? Lo dijo porque de pronto vio claro que don Alejo, tal como había creado este pueblo, tenía ahora otros designios y para llevarlos a cabo necesitaba eliminar la Estación El Olivo. Echaría abajo todas las casas, borraría las calles ásperas de barro y boñigas, volvería a unir los adobes de los paredones a la tierra de donde surgieron y araría esa tierra, todo para algún propósito incomprensible. Lo veía. Clarísimo. La electricidad hubiera sido una salvación. Ahora... —Vámonos, hija. La Japonesita comenzó a hablar sin mirar a la Manuela, escudriñando los carbones encanecidos. Al principio parecía que sólo estuviera canturreando o rezando, pero después la Manuela se dio cuenta de que le estaba hablando a él. —Saca el disco, Cloty, que no oigo. — ¿Me vas a necesitar? —No. —Buenas noches, entonces. —Buenas noches. Yo voy a cerrar después. Quedaron solos en el salón, sobre el brasero. —...que todo siga igual. ¿Qué vamos a hacer en un pueblo grande nosotras dos? Para que se rían... allá nadie nos conoce, y vivir en otra casa. Aquí siempre va a haber huasos que estén calientes o que tengan ganas de emborracharse. No nos vamos a morir de hambre ni de vergüenza. Cuando voy a Talca los lunes me vuelvo temprano a la estación a esperar el tren de vuelta para que la gente no me mire —a veces lo espero más de una hora, dos, y la estación está casi sola... Cuando la Japonesita se ponía a hablar así a la Manuela le daban ganas de chillar, porque era como si su hija estuviera ahogándolo con palabras, cercándolo lentamente con su voz plana, con ese sonsonete. ¡Maldito pueblo! ¡Maldita chiquilla! Haber creído que porque la Japonesa Grande lo hizo propietario y socio de la casa en la famosa apuesta que gracias a él le ganó a don Alejo, las cosas iban a cambiar y su vida iba a mejorar. Claro que entonces las cosas eran mejores. Hasta los chonchones iluminaban más, no como ahora que comenzaban las lluvias y ay, mi alma, cuatro meses de sentirme fea y vieja, una que podía haber sido reina. Y ahora que don Alejo les ofrecía ayuda para poder irse a Talca las dos tranquilas y contentas y poner algún negocio, de géneros le gustaría a ella porque de trapos sí que entendía, pero no, la chiquilla se ponía a hablar y no paraba nunca, así, despacito, construyendo una muralla alrededor de la Manuela. La Japonesita dio vuelta al tornillo para quitarle luz al chonchón. —Deja eso. Lo dejó por un instante pero luego volvió a manipular el tornillo de la lámpara. —Deja eso, te digo, mierda... La Japonesita se sobresaltó con el grito de la Manuela, pero siguió disminuyendo la luz, como si no hubiera oído. Yo no existo ni aunque grite. Hasta que un buen día ella, que podía haber sido la reina de las casas de putas desde Chanco a Constitución, desde Villa Alegre hasta San Clemente, reina de las casas de putas de toda la provincia, estirara la pata y llegara la pelada para llevársela para siempre. Entonces, ninguna maña ni ningún chisme podría convencer a esa vieja de porquería que la dejara un poquito más, para qué quieres quedarte, Manuela por Dios, vamos para allá que está mucho mejor el negocio al otro lado, y la enterraran en un nicho en el cementerio de San Alfonso bajo una piedra que dijera «Manuel González Astica» y entonces, durante un tiempo, la Japonesita y las chiquillas de aquí de la casa le llevarían flores, pero después seguro que la Japonesita se iba a otra parte, y claro, la Ludo también se moriría y no más flores y nadie en toda la región, nada más que algunos viejos gargajientos, se acordarían que allí yacía la gran Manuela. Fue a la victrola a poner otro disco. Flores negras del destino en mi soledad tu alma me dirá te quieroooooooooo... La Manuela detuvo el disco. Puso la mano encima de la placa negra. La Japonesita también se había puesto de pie. En el centro de la noche, allá lejos, en el camino que venía desde la carretera longitudinal al pueblo, se irguió un bocinazo caliente como una llama, insistente, colorado, que venía acercándose. Una bocina. Otra vez. Para hacerse el gracioso, el imbécil, despertando a todo el mundo a esta hora. Iba entrando al pueblo. El camión con llantas dobles en las ruedas de atrás. Tocando todo el tiempo, ahora frente a la capilla, sí, sí, tocando y tocando porque seguro que el bruto viene borracho. La Manuela, con los escombros de su cara ordenados, sonreía. Apaga el chonchón, tonta. Antes de que apagara, la Manuela alcanzó a ver que en la cara de su hija había una sonrisa —tonta, no le tiene miedo a Pancho, seguro que quiere que venga, que lo espera, tiene ganas la tonta, y una también esperando, vieja verde... pero era importante que Pancho creyera que no había nadie. Que no entrara, que creyera que estaban todos dormidos en la casa. Que supiera que no lo estaban esperando y que no podía entrar aunque quisiera. —Viene. —Qué vamos a hacer... —No te muevas. La bocina se acerca a través de la noche y llega clara, como si en toda la llanura estriada de viñas no hubiera nada que se interpusiera. La Manuela se acercó a la puerta en la oscuridad. Quitó la tranca. ¡A esta hora, sinvergüenza, despertando a todo el pueblo! Se quedó al lado de la puerta mientras la bocina llamaba, despertaba cada músculo, cada nervio y los dejaba vivos y colgando, listos para recibir heridas o choques —esa bocina no cesaba. Ahora venía, sí, frente a la casa... los oídos dolían y la Japonesita cerró los ojos y se cubrió los oídos. Pero igual que la Manuela, sonreía. —Pancho... — ¿Qué vamos a hacer? Las mujeres del pueblo se pusieron de acuerdo de no protestar por tener que quedarse en sus casas esa noche, sabiendo perfectamente que todos los hombres iban donde la Japonesa. La esposa del jefe de Estación, la del sargento de Carabineros, la del maestro, la del encargado de Correos, todas sabían que iban a festejar el triunfo de don Alejandro Cruz y sabían dónde y cómo lo iban a festejar. Pero porque se trataba de una fiesta en honor del señor y porque cualquier cosa que se relacionara con el señor era buena, por esta vez no dijeron nada. Esa mañana habían visto bajar del tren de Talca a las tres hermanas Farías, gordas como toneles, retacas, con sus vestidos de seda floreada ciñéndoles las cecinas como zunchos, sudando con la incomodidad de tener que transportar las guitarras y el arpa. Bajaron también dos mujeres más jóvenes, y un hombre, si es que era hombre. Ellas, las señoras del pueblo, mirando desde cierta distancia, discutían qué podía ser: flaco como palo de escoba, con el pelo largo y los ojos casi tan maquillados como los de las hermanas Farías. Paradas cerca del andén, tejiendo para no perder el tiempo y rodeadas de chiquillos a los que de vez en cuando tenían que llamar a gritos para que no se acercaran a mendigarle a los forasteros, tuvieron tema para rato. —Debe de ser el maricón del piano. —Si la Japonesa no tiene piano. —De veras. —Decían que iba a comprar. —Artista es, mira la maleta que trae. —Lo que es, es maricón, eso sí... Y los chiquillos los siguieron por el polvo de la calzada hasta la casa de la Japonesa. Las señoras, de regreso a sus casas a almorzar, conminaron a sus maridos para que no dejaran de acordarse de todos los detalles de lo que esa noche pasaría en la casa de la Japonesa, y que si fuera posible, si hubiera alguna golosina novedosa, cuando nadie los estuviera viendo se echaran algo al bolsillo para ellas, que al fin y al cabo se iban a quedar solas en sus casas, aburriéndose, mientras ellos hacían quién sabe qué en la fiesta. Claro que hoy no tenía importancia que se emborracharan. Esta vez la causa era buena. Que se estuvieran cerca de don Alejandro, eso era lo importante, que él los viera en su celebración, que de pasada y como quien no quiere la cosa le recordaran el asunto del terrenito, y de esa partida de vino que prometió venderles con descuento, sí, que cantaran juntos, que bailaran, que hicieran las mil y una, hoy no importaba con tal que las hicieran con el señor. Durante meses el pueblo estuvo tapizado de carteles con el retrato, de don Alejandro Cruz, unos en verde, otros en sepia, otros en azul. Los chiquillos patipelados corrían por todas partes lanzando volantes, o entregándoselos innecesaria y repetidamente a quien pasara, mientras los más chicos, a los que no se confió propaganda política, los recogían y hacían con ellos botes de papel o los quemaban o se sentaban en las esquinas contándolos a ver quién tenía más. La Secretaría funcionaba en el galpón del correo, y noche a noche se reunían allí los ciudadanos de la Estación El Olivo para avivar su fe en don Alejo y concertar citas y excursiones por los campos y pueblos cercanos para propagar esa fe. Pero el verdadero corazón de la campaña era la casa de la Japonesa. Allí se reunían los cabecillas, de allí salían las órdenes, los proyectos, las consignas. Nadie que no fuera partidario de don Alejo entraba a su casa ahora, y las mujeres, adormecidas en los rincones sin nada que hacer, oían las voces que en las mesas del salón, alrededor del vino y de la Japonesa, programaban incansablemente. Durante el último mes sobre todo, cuando la proximidad del triunfo enardeció la verba de la patrona haciéndola olvidar todo salvo su pasión política, escanciaba generosa su vino para cualquier visitante cuya posición fuera vacilante o ambigua, y en el curso de unas cuantas horas la dejaba firme como un peral o la definía tajante como un cuchillo. Las elecciones fueron diez días antes, pero recién ahora don Alejo regresaba al pueblo. El salón y el patio de la Japonesa estaban tapizados con retratos del nuevo diputado. Las invitaciones atrajeron a lo más selecto de la comarca, desde habitantes escogidos de El Olivo, hasta los administradores, mayordomos y técnicos viñateros de los fundos cercanos. Y de Talca la Japonesa encargó a su amiga la Pecho de Palo que le mandara dos putas de refuerzo, a las hermanas Farías para que no faltara música, y a la Manuela, el maricón ese tan divertido que hacía números de baile. —Mi plata que me va a costar. Pero algún gusto tengo que darme, y todo sea para que El Olivo tenga el futuro que nos promete el flamante diputado don Alejandro Cruz, aquí, presente, orgullo de la zona... Claro que la Japonesa se daba muchos gustos. Ya no era tan joven, es cierto, y los últimos años la engordaron tanto que la acumulación de grasa en sus carrillos le estiraba la boca en una mueca perpetua que parecía —y casi siempre era— sonrisa. Sus ojos miopes, que le valieron su apodo, no eran más que dos ranuras oblicuas bajo las cejas dibujadas muy altas. En sus mocedades había tenido amores con don Alejo. Murmuraban que él la trajo a esta casa cuando la dueña era otra, muerta hacía muchos años. Pero sus amores eran cosa del pasado, una leyenda en la que se enraizaba la realidad actual de una amistad que los unía como a conspiradores. Don Alejo solía pasar largas temporadas de trabajo o en el fundo sin ir a la ciudad hasta después de la vendimia, o para la poda o la desinfección, muchas veces sin su esposa y sin su familia, lo que le resultaba aburrido. Entonces, en la noche, después de comida, echaba sus escapaditas a la Estación para tomar unas cuantas copas y reírse un rato con la Japonesa Grande. En esas temporadas ella se encargaba de tener una mujer especial para don Alejo, que nadie más que él tocaba. Era generoso. La casa que ocupaba la Japonesa era una antiquísima propiedad de los Cruz y se la daba en un arriendo anual insignificante. Y todas las noches, invierno o verano, la gente de los fundos de alrededor, los administradores y los viñateros y los jefes mecánicos, y a veces hasta los patrones menos orgullosos y los hijos de los patrones, que era necesario echar cuando aparecían los padres, solían ir a la casa de la Japonesa en la Estación El Olivo. No tanto para meterse en cama con las mujeres, aunque siempre había jóvenes y frescas, sino para entretenerse un rato hablando con la Japonesa o tomándose una jarra o jugando una mano de monte o de brisca en un ambiente alegre pero seguro, porque la Japonesa no abría las puertas de su casa a cualquiera. Siempre gente fina. Siempre gente con los bolsillos llenos. Por eso es que ella pertenecía al partido político de don Alejo, el partido histórico, tradicional, de orden, el partido de la gente decente que paga las deudas y no se mete en líos, esa gente que iba a su casa a divertirse y cuya fe en que don Alejo haría grandes cosas por la región era tan inquebrantable como la de la Japonesa. —Tengo derecho a darme mis gustos. El gran gusto de su vida fue dar la fiesta esa noche. Apenas llegó la Manuela, la Japonesa se adueñó de él. Creyó que el bailarín de quien le habían hablado era más joven: éste andaba pisando los cuarenta, igual que ella. Mejor, porque los chiquillos jóvenes, cuando los clientes se emborrachaban, le hacían la competencia a las mujeres: mucho lío. Como la Manuela llegó temprano en la mañana y no iba a tener nada que hacer hasta tarde en la noche, al principio anduvo mirando por ahí, hasta que la Japonesa le hizo seña de que se acercara. —Ayúdame a poner estas ramas aquí en la tarima. La Manuela tomó el asunto de la decoración en sus manos: tanta rama no, dijo, las hermanas Farías son demasiado gordas y con tanta arpa y guitarra y además las ramas, no se van a ver. Mejor poner ramas arriba nomás, ramas de sauce amarradas con cinta de papel de color, que cayeran como una lluvia verde, y al pie de la tarima, enmarcado también en ramas frescas de sauce llorón, el retrato de don Alejo más grande que se pudiera conseguir. La Japonesa quedó feliz con el resultado. Manuela, ayúdame a colgar las guirnaldas de papel; Manuela, dónde será mejor ubicar el poyo para asar los lechones; Manuela, échale una mirada al aliño de las ensaladas; Manuela, esto; Manuela, lo otro; Manuela, lo de más allá. Toda la tarde y a cada orden o pedido de la Japonesa, la Manuela sugería algo que hacía que las cosas se vieran bonitas o que el condimento para el asado quedara más sabroso. La Japonesa, ya tarde, se dejó caer en una silla en el medio del patio, bastante borracha, con los ojos fruncidos para ver mejor, dando órdenes a gritos, pero tranquila porque la Manuela lo hacía todo tan bien. —Manuela, ¿trajeron la frutilla para el borgoña? —Manuela, pongamos más flores en ese adorno. La Manuela corría, obedecía, corregía, sugería. —Lo estoy pasando regio. La Pecho de Palo le había dicho que la Japonesa era buena gente, pero no tanto como esto. Tan sencilla ella, dueña de casa y todo. Cuando la Japonesa fue a su pieza a vestirse la Manuela la acompañó para ayudarla: al rato salió muy elegante con su vestido de seda negra escotado en punta adelante, y todo el pelo reunido en un moño discreto pero lleno de coquetería. El vino comenzó a correr apenas llegaron los primeros invitados, mientras el aroma de los lechones que comenzaban a dorarse y del orégano y el ajo recalentado de las salsas y de las cebollas y pepinos macerándose en los jugos de las ensaladas se extendieron por el patio y el salón. Don Alejo llegó a las ocho, bastante achispado. Entre aplausos abrazó y besó a la Japonesa, cuyo rimmel se le había corrido con la transpiración o con el llanto emocionado. Entonces las hermanas Farías se subieron a la tarima y comenzó la música y el baile. Muchos hombres se quitaron las chaquetas y quedaron en suspensores. El flojeado de los vestidos de las mujeres se oscureció con sudor debajo de los brazos. Las hermanas Farías parecían inagotables, como si a cada tonada les dieran cuerda de nuevo y no existiera ni el calor ni la fatiga. —Que pongan otra jarra... La Japonesa y don Alejo no tardaron en despacharse la primera y ya pedían la segunda. Pero antes de comenzarla el diputado sacó a bailar a la dueña de casa mientras los demás les hacían rueda. Después se fueron a sentar otra vez. La Japonesa llamó a la Rosita, traída especialmente de Talca para don Alejo. — ¿Ve pues, don Alejo? Mire estas nalgas, toque, toque, como a usted le gustan, blanditas, puro cariño. Para usted se la traje, yo sabía que le iba a gustar, no voy a conocer sus gustos... Ya, déjeme, mire que estoy vieja para esas cosas. Sí, ve, y la Rosita ya no es tan joven, porque sé que usted le hace ascos a las chiquillas muy chiquillas... El diputado palpó las nalgas ofrecidas y después la hizo sentarse a su lado y le metió la mano por debajo de la falda. El Jefe de Estación quiso bailar con la Japonesa, pero ella le dijo que no, que esta noche se iba a dedicar a atender a su invitado de honor. Ella misma escogió las presas más doradas del lechón vigilando a don Alejo para que comiera bien hasta que salió a bailar con la Rosita, sus bigotes manchados con salsa y orégano y el mentón y los dedos embarrados con la grasa. La Manuela se acercó a la Japonesa. —Quiubo... —Siéntate. — ¿Y don Alejo? —Si cabes. No dice nada el futre. —Bueno. — ¿Te serviste de todo? —Estaba rico. Un vasito de vino me falta. —Toma de ése. — ¿A qué hora voy a bailar? —Espera a que se caliente un poco la fiesta. —Sí, es mejor. El otro día anduve bailando en Constitución. Regio me fue y me quedé a pasar el fin de semana en la playa. ¿Tú no vas nunca a Constitución? Tan bonito, el río y todo y tan buen marisco. La dueña de la casa donde estuve te conoce. Olga se llama y dice que es medio gringa. Nada de raro porque es harto pecosa, por aquí en los brazos. No si soy de aquí yo, nací en un fundo cerca de Maule, sí, ahí mismito, ah, así que tú también has andado por ese lado. Bah... somos compatriotas. No. Me fui al pueblo y después trabajaba con una chiquilla y recorrimos todos los pueblos para el Sur, sí, le iba bien, pero no creas que a mi me iba tan mal, claro que para callado. Pero era joven entonces, ya no. Qué sé yo qué será de ella, hasta en un circo trabajamos una vez. Pero no nos fue nada de bien. Yo prefiero este trabajo. Claro, una se cansa de tanto andar y todos los pueblos son iguales. No, si la Pecho de Palo se está poniendo muy mañosa. Más de sesenta, muchísimo más, cerca de los setenta. ¿No te has fijado cómo tiene las piernas de varices? Y tan lindas piernas que dicen que tenía. En la maleta traje el vestido. Sí. Es de lo más bonito. Colorado. Me lo vendió una chiquilla que trabajaba en el circo. Ella lo había usado poquito, pero necesitaba plata, así que me lo vendió. Yo lo cuido como hueso de santo porque es fino, y como yo soy tan negra el colorado me queda regio. Oye... ¿Ya? —Espera. — ¿En cuánto rato más? —Como en una hora. — ¿Pero me cambio? —No. Mejor la sorpresa. —Bueno. —Puchas que estái apurada. —Claro. Es que me gusta ser la reina de la fiesta. Dos hombres que oyeron el diálogo comenzaron a reírse de la Manuela, tratando de tocarla para comprobar si tenía o no pechos. Mijita linda... qué será esto. Déjeme que la toquetee, ándate para allá roto borracho, que venís a toquetearme tú. Entonces ellos dijeron que era el colmo que trajeran maricones como éste, que era un asco, que era un descrédito, que él iba a hablar con el Jefe de Carabineros que estaba sentado en la otra esquina con una de las putas en la falda, para que metiera a la Manuela a la cárcel por inmoral, esto es una degeneración. Entonces la Manuela lo rasguñó. Que no se metiera con ella. Que él podía delatar al Jefe de Carabineros por estar medio borracho. Que tuviera cuidadito porque la Manuela era muy conocida en Talca y tenía muy buen trato con la policía. Una es profesional, me pagaron para que haga mi show... La Japonesa fue a buscar a don Alejo y lo trajo apurada para que interviniera. — ¿Qué te están haciendo, Manuela? —Este hombre me está molestando. — ¿Qué te está haciendo? —Me está diciendo cosas... — ¿Qué cosas? —Degenerado... y maricón... Todos se rieron. — ¿Y no eres? —Maricón seré, pero degenerado no. Soy profesional. Nadie tiene derecho a venir a tratarme así. ¿Qué se tiene que venir a meter conmigo este ignorante? ¿Quién es él para venir a decirle cosas a una, ah? Si me trajeron es porque querían verme, así que... Si no quieren show, entonces bueno, me pagan la noche y me voy, yo no tengo ningún interés en bailar aquí en este pueblo de porquería lleno de muertos de hambre... —Ya, Manuela, ya... toma... Y la Japonesa lo hizo tomarse otro vaso de tinto. Don Alejo dispersó el grupo. Se sentó a la mesa, llamó a la Japonesa, echó a alguien que quiso sentarse con ellos, y sentó a un lado suyo a la Rosita y al otro a la Manuela: brindaron con el borgoña recién traído. —Porque sigas triunfando, Manuela... —Lo mismo por usted, don Alejo. Cuando don Alejo salió a bailar con la Rosita, la Japonesa acercó su silla a la de la Manuela. —Le caíste bien al futre, niña. Eso se nota de lejos. No, no hay nadie como don Alejo, es único. Aquí en el pueblo es como Dios. Hace lo que quiere. Todos le tienen miedo. ¿No ves que es dueño de todas las viñas, de todas, hasta donde se alcanza a ver? Y es tan bueno que cuando alguien lo ofende, como éste que te estuvo molestando, después se olvida y los perdona. Es bueno o no tiene tiempo de preocuparse de gente como nosotros. Tiene otras preocupaciones. Proyectos, siempre. Ahora nos está vendiendo terrenos aquí en la Estación, pero yo lo conozco y no he caído todavía. Que todo se va a ir para arriba. Que para el otro año va a parcelar una cuadra de su fundo y va a hacer una población, va a vender propiedades modelo, dice, con facilidades de pago, y cuando haya vendido todos los sitios de su parcelación va a conseguir que pongan electricidad aquí en el pueblo y entonces sí que nos vamos a ir todos para arriba como la espuma. Entonces vendrían de todas partes a mi casa, que tú sabes que tiene nombre, de Duao y de Pelarco... Me agradaría y mi casa sería más famosa que la de la Pecho de Palo. Ay, Manuela, qué hombre éste, tan enamoradaza que estuve de él. Pero no se deja agarrar. Claro que tiene señora, una rubia muy linda, muy señora, distinguida ella te diré, y otra mujer más en Talca y qué sé yo cuántas más en la capital. Y todas trabajando como chinas por él en las elecciones. Si hubieras visto a Misia Blanca, hasta sin medias estaba, y la otra mujer, la de Talca, también, trabajando por él, para que saliera. Claro, a todos nos conviene. Y el día de las elecciones él mismo vino con un camión y a todos los que no querían ir a votar los echó arriba a la fuerza y vamos mi alma, a San Alfonso a votar por mí, y les dio sus buenos pesos y quedaron tan contentos que después andaban preguntando por ahí cuándo iba a haber más elecciones. Claro que hubieran votado por él de todas maneras. Si es el único candidato que conocen. Los otros por los cartelones de propaganda nomás, mientras que don Alejo, a él sí que sí. ¿Quién no lo ha visto pasar por estos caminos en su tordillo, rumbo a la feria de los lunes en San Alfonso? Y además de su platita, a los que votaron por él les dio sus buenos tragos de vino y mató un novillo, dicen, para tener asado todo el día, y de San Alfonso los hizo traer para acá en camión otra vez, tan bueno el futre dicen que decían, pero después desapareció porque se tuvo que ir a la capital a ver cómo fue la cosa... Mira cómo baila el Jefe de Estación con esa rucia... La Japonesa fruncía los ojos para alcanzar a ver los extremos del patio: cuando no podía ver algo, le decía a la Manuela que le soplara si la rucia todavía está bailando con el mismo, y con quién está ahora el sargento Buendía y si las cocineras están poniendo más lechón al fuego, mira que ahora pueden no tener hambre, pero en poquito rato más van a querer comer otra vez. Don Alejo se acercó a la mesa. Con sus ojos de loza azulina, de muñeca, de bolita, de santo de bulto, miró a la Manuela, que se estremeció como si toda su voluntad hubiera sido absorbida por esa mirada que la rodeaba, que la disolvía. ¿Cómo no sentir vergüenza de seguir sosteniendo la mirada de esos ojos portentosos con sus ojillos parduscos de escasas pestañas? Los bajó. — ¿Quiubo, mijita? La Manuela lo miró de nuevo y sonrió. — ¿Vamos, Manuela? Tan bajo que lo dijo. ¿Era posible, entonces...? —Cuando quiera, don Alejo... Su escalofrío se prolongaba, o se multiplicaba en escalofríos que le rodeaban las piernas, todo mientras esos ojos seguían clavados en los suyos... hasta que se disolvieron en una carcajada. Y los escalofríos de la Manuela terminaron con un amistoso palmotazo de don Alejo en la espalda. —No, mujer. Era broma nomás. A mí no me gusta... Y tomaron juntos, la Manuela y don Alejo, riéndose. La Manuela, todavía envuelta en una funda de sensaciones, tomó sorbitos cortos, y cuando todo pasó, sonrió apenas, suavemente. No recordaba haber amado nunca tanto a un hombre como en este momento estaba amando al diputado don Alejandro Cruz. Tan caballero él. Tan suave, cuando quería serlo. Hasta para hacer las bromas que otros hacían con jetas mugrientas de improperios, él las hacía de otra manera, con una sencillez que no dolía, con una sonrisa que no tenía ninguna relación con las carcajadas que daban los otros machos. Entonces la Manuela se rió, tomándose lo que le quedaba de borgoña en el vaso, como para ocultar detrás del vidrio verdoso un rubor que subió hasta sus cejas depiladas: ahí mismo, mientras empinaba el vaso, se forzó a reconocer que no, que cualquier cosa fuera de esta cordialidad era imposible con don Alejo. Tenía que romper eso que sentía si no quería morirse. Y no quería morir. Y cuando dejó de nuevo el vaso en la mesa, ya no lo amaba. Para qué. Mejor no pensar. Don Alejo estaba besando a la Rosita, la mano metida debajo de la falda. La retiró para alisarse el pelo cuando un grupo de hombres acercaron sus sillas a la mesa. Claro, él les había prometido agrandar los galpones junto a la estación en cuanto lo eligieran, sí, y claro, acuérdese de la electricidad en cuanto pueda y lo de aumentar la guarnición de carabineros especialmente en tiempos de vendimia, por los afuerinos, que iban vagando de viña en viña buscando trabajo y a veces robando, sí, que se acordara, no me lo vaya a poner orgulloso este triunfo, no se vaya a olvidar de nosotros pues, don Alejo, que lo ayudamos cuando usted nos necesitó, porque al fin y al cabo usted es el alma del pueblo, el puntal, y sin usted el pueblo se viene abajo, sí, señor, póngale otro poco, don Alejo, no me desprecie, y dele más a su chiquilla, mire que está con sed y si no la atiende capaz que se vaya con otro, pero como le iba diciendo, patrón, los galpones se llueven todos y son harto chicos, no me diga que no ahora después que lo ayudamos, si usted dijo. El contestaba atusándose los bigotes de vez en cuando. La Manuela le guiñó un ojo porque vio que estaba ahogando los bostezos. Sólo ella se había dado cuenta de que estaba aburrido, tarareando lo que cantaban las hermanas Farías: ésta no es conversación para fiestas. Qué latosos son los hombres con sus cosas de negocios, no es verdad don Alejo, le decía la Manuela con la mirada, hasta que don Alejo no pudo reprimir un bostezo descomunal, baboso, que descubrió hasta la campanilla y todo su paladar rosado terminando en el vértigo de su tráquea, y ellos, mientras don Alejo bostezaba en sus caras, se callaron. Entonces, en cuanto volvió a cerrar la boca, con los ojos lagrimeantes, buscó la cara de la Manuela. —Oye, Manuela... — ¿Qué, don Alejo? -¿No ibas a bailar? Esto se está muriendo.