—Ese es el Sultán.
Después otro ladrido más lejos.
—Ese es el Moro. A éste le gusta quedarse tendido en la noche al lado de la pared de la herrería, que se calienta con el sol y guarda el calor... pero hoy no hubo sol. Quién sabe por qué andará el Moro por ese lado. La Japonesita se había sentado frente a don Céspedes, al otro lado de la llama de carburo, que iba achicándose. La achicó hasta dejarla convertida apenas en un punto en el pico del chonchón. Ella también oía a los perros. Anoche ella y la Manuela estuvieron oyéndolos y casi no pudieron dormir, pero ahora era distinto. Es que después de la lluvia el cielo se había despejado sobre la luna redonda y los perros le aullaban interminablemente, como si le hablaran o le pidieran algo o le cantaran, y como la luna no los oía porque quedaba demasiado lejos los perros de don Alejo seguían aullándole.
—Ese es el Sultán otra vez.
Todos se habían ido a acostar. La Cloty le dejó la victrola en la mesa frente a don Céspedes que siguió desatornillando, abriendo, cortando con un cuchillo de cocina con mango de madera grasienta. Ya no fabrican repuestos para esta clase de aparatos. Mejor que la tires al canal. No sirve para nada.
—Pero no podemos quedarnos sin victrola.
—Falta poco para que pongan electricidad.
—Ya no. Don Alejo me vino a decir hoy.
Don Céspedes se hundió en la silla, más chico que nunca. Hizo a un lado el desorden de ruedecillas gastadas, de tornillos, tuercas, golillas y acercó su copa. Estaba casi vacía. A penas un par de dedos colorados, en el fondo, donde se multiplicaba la llama del chonchón.
—Parece de esas cuestiones que hay en las iglesias.
—¿Qué cuestiones, hija?
—Esas cosas coloradas con luz adentro. Mejor volver al fundo.
Don Céspedes se tomó esa gota. Ya era tarde. O tal vez no lo fuera, porque el tiempo tenía esta extraña facultad de estirarse, hoy parecía corto, mañana larguísimo, y uno nunca sabía en qué parte de la noche se encontraba.
—Mañana voy a Talca a comprar otra.
—¿Qué cosa?
—Otra victrola. En una de esas casas donde venden cosas de segunda mano, porque en las tiendas del centro no voy a encontrar de estas victrolas de manivela. Esta era de mi mamá. Yo sé dónde hay una casa donde venden cuestiones de segunda mano y no son nadita de careros. El caballero dueño, creo que alguien lo trajo para acá, para la casa una noche. A ver si me hace precio.
—El Negus... no, el Otelo...
Se quedaron oyendo. Ahora, a la Japonesita no le costó nada dibujar todo el campo dentro de su imaginación, como si de pronto hubiera adquirido, igual que don Céspedes, la facultad de desplegar ese campo como una alfombra para que la ocuparan entera por dentro.
—Están inquietos esta noche.
Es que hay luna, se dijo la Japonesita, o lo diría en voz alta, o tal vez don Céspedes inclinado sobre el brasero lo diría, o tal vez sólo lo pensara y ella lo sintió.
—¿Y para qué los sueltan?
—Es que anda raro el patrón. Anoche no se acostó. Anduvo paseándose toda la noche por el corredor y debajo de la encina. Yo anduve mirándolo desde la llavería por si se le ofreciera algo, tú sabes lo mala que es la gente y hay tanta gente que se la tiene jurada al patrón. Ahí me quedé sin que él me viera, y él paseándose y paseándose y paseándose, mirándolotodo como si quisiera grabárselo, como con hambre diría yo, hasta que cuando ya iba a comenzar a amanecer salió Misia Blanca y le dijo por qué no te vienes a acostar y entonces, antes de seguirla, soltó a los perros en la viña.