CAPÍTULO XIII Juan consiguió el helado de vainilla y me dejó en la puerta de Sanborns de Madero. Ahí me sentía yo protegida porque las paredes son de talavera. Manías de uno. Donde hubiera talavera me sentía a salvo, por eso a todas mis casas lo primero que meto es la vajilla de talavera. Una de las amarillas con azul para cincuenta personas. Dicen que ahora cuestan una fortuna, entonces hasta se veían mal. Todo el mundo tenía porcelana de Bavaria no talavera poblana, tosca y quebradiza. Me quedé un rato en la puerta de Sanborns. Recargada contra la pared como una piruja, sintiéndome Andrea Palma en la mujer del puerto. Después atravesé la calle y pasé frente al Banco de México, que entonces dirigía un idiota de anteojos gruesos del que siempre se me olvida el nombre. Era tan pendejo y tan feo. Además le había quitado el puesto a un hombre inteligente y simpático al que yo quería mucho porque fue el único que no se rió de mí cuando en una comida Andrés comentó que yo me había puesto a llorar con el Himno Nacional después del informe. Crucé la calle para ir a Bellas Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de primera comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a buscar de dónde salía una música como queja larga y repetida. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 58 Empujé la puerta y se abrió. El teatro estaba vacío de público, pero el escenario lo llenaba una orquesta. Frente a ella un hombre ordenó detener la música y empezó a hablar de prisa y con pasión, explicando algo como enfebrecido, como si le fuera la vida en que el músico al que señalaba con la batuta lo descifrara. No era muy alto, tenía la espalda ancha y los brazos largos. Caminé hasta el frente y lo oí decir: —Vamos, otra vez, desde la 24, todos. Vamos —y se puso a cantar la melodía. La música volvió a sonar triste y extraña, aun mal arrastrada. Nunca había oído algo así. Me senté sin hacer ruido. Miré al techo, a los palcos vacíos, y me dejé llevar por los sonidos que parecían salir de los brazos del director. Qué extravagante quehacer tenían esos hombres, qué distinto a todos los que yo había visto de cerca. El director los detenía, les hablaba, otra vez soltaba los brazos, y la música volvía. De pronto suspendió con violencia. Miró a un violinista joven sentado en la tercera fila de atriles y le dijo: —¿Dónde está usted, Martínez? No me sigue. Se sale de tiempo. ¿En qué está pensando que pueda importar más? Martínez se me quedó viendo y no le contestó. Entonces él volteó y se encontró conmigo sentada en una de las primeras filas del teatro, apretando las manos sobre el abrigo, sin poder decir ni media palabra. —¿Quién le dio permiso de entrar aquí? —dijo furioso. No me quedó más remedio que convertirme en periodista. —Vaya, qué desorden —dijo. Tenía los ojos oscuros, enormes, la piel blanca. Espéreme allá atrás, y no se mueva que nos distrae. Me levanté y caminé despacio por todo el pasillo. —¿Ya? —preguntó él desde arriba. —Ya —contesté y bajé los ojos. Cuando la música volvió, me levanté despacio y fui hasta la puerta caminando de puntas. La empujé y corrí por las escaleras. En un segundo estuve en la calle, fui a sentarme a una banca de la Alameda y traté de tararear lo que había oído pero no pude. En cambio pude llorar, sin saber por qué. Creí que me estaba volviendo vieja y que había heredado la capacidad de mi madre para presentir. —Está encantado —dije. Cuando Juan me encontró era tardísimo. —El general ya está en la puerta de Palacio desde hace rato —dijo y me llevó a recogerlo. —¿Dónde te metiste, lela? —preguntó Andrés, muy calmado. —Fui a caminar. —Has de haber recorrido todas las tiendas. ¿Qué te compraste? —Nada. —¿Nada? ¿Entonces qué hiciste? —Oí música —dije. —Apuesto que te encontraste una marimba en la Alameda. ¿Por qué eres tan cursi, Catalina? —Fui a Bellas Artes. Estaba ensayando la sinfónica. —¿Habrás visto a Carlos Vives entonces? Es el director. —¿Lo conoces? —dije. —Claro que lo conozco. Es el hombre más necio que conozco. Su papá era general, pero él salió medio raro, le dio por la música. Acaba de regresar de Londres con la idea de que este rancho necesita una Orquesta Sinfónica Nacional, y convenció a Fito. ¿Quién no convence al Gordo? —¿Vamos a cenar? —dije y oí mi voz como algo que no me pertenecía. Como si otra me estuviera supliendo para hablar y moverme. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 59 Llegamos al Prendes. Dejé el abrigo en uno de los percheros. Andrés dejó el sombrero y entró como al comedor de su casa. —¿La misma mesa, general? —preguntó el capitán de meseros. —La misma, mi capi —dijo. Nunca supe por qué a Andrés le gustaba ese lugar, era horrible. Parecía el comedor de un noviciado. La comida era buena pero no para comerla en un sitio sin ventanas. Sobre todo un día y el otro, como hacía él. Mis ostiones llegaron al mismo tiempo que su sopa de tortilla y empecé a comerlos aprisa mientras él hablaba: —Quedó chingón el discurso que le escribí a Rodolfo. Cordera no va a saber por dónde contestar. Siempre se anda agarrando de la democracia para hacer sus fregaderas, por eso le puse ahí a Fito que la democracia debe entenderse como el encauzamiento de la Lucha de clases en el seno de las libertades y de las leyes. Y como las leyes somos nosotros, pues ya se chingó. Mira quién viene ahí. Tragué el último ostión y alcé los ojos para ver quién venía. El director de orquesta caminaba hacia nosotros con su espléndida sonrisa y un saco azul marino. Quise desaparecer. —Me quedé esperando la entrevista, señora —dijo como primer saludo. Después estrechó la mano de Andrés y se sentó. —¿Qué tal? —dijo Andrés. Catalina me contó que fue a oírte hoy en la tarde. ¿Por qué la dejaste entrar? —Ella se metió. —¿Qué te dijo? —Que era periodista y quería entrevistarme. —Ah qué muchacha mentirosa. ¿Y por qué no le dijo entré aquí porque se me dio la gana? —me preguntó como un papá divertido. —Me dio miedo —confesé. —¿Miedo éste? Pero si es un escuincle, debe tener dos años más que tú. Cuando la guerra tenía doce años. Su mamá y él vivían en Morelia y a veces su padre que era mi superior me llevaba a su casa aprovechando alguna tregua. Siempre encontrábamos al escuincle tocando una flauta de carrizo. —Qué bien se acuerda usted, general. —Antes me decías de otro modo. —Antes no era usted quien es. —Estaba yo empezando, como tú ahora. Pero no iba tan rápido. Claro que en la guerra y la política hay más enemigos que en la música. ¿Por qué te dio por la música? —preguntó Andrés. Hubieras sido un buen político. Tu padre lo fue. —Uno a veces no se parece a su padre. —¿Lo dices por orgullo? —Al contrario, general. Pero a cada quien le toca una guerra distinta. —¿Lo tuyo es una guerra? Qué muchacho tan extraño. Tenía razón tu padre. Se pusieron a hablar del pasado, de cómo el director niño se robaba las balas de la charretera de Andrés y las metía en una olla que después meneaba para oírla sonar, del día en que Andrés y su padre lo llevaron a ver a los ahorcados, lo pararon debajo de los postes y lo hicieron mirarles las caras moradas y las lenguas de fuera. —¿No te asustaste? —pregunté. —Mucho, pero no se los iba a demostrar a ese par de cabrones que eran mi padre y tu marido. Ya no pude comerme el pescado ni el pastel. Pedí un coñac y me lo bebí en dos tragos. —Y a ti qué te pasa —dijo Andrés. ¿Desde cuándo bebes fuerte? —Creo que me va a dar gripa —contesté. —Tengo una mujer medio loca, ¿no te parece? Arráncame la vida Ángeles Mastretta 60 —Me parece linda —contestó Vives. Después volvieron a hablar de ellos. De las diferencias entre la música y los toros. De cómo el padre de Carlos quiso a mi general y cómo peleó con su hijo que no hacía más que decepcionarlo con su terquedad de ser músico en vez de militar. —Tu padre siempre tuvo razón —concluyó Andrés. —Salud, general —dijo Carlos. Salud, curiosa —me guiñó el ojo y palmeó mi mano que estaba sobre la mesa. —Salud —dije yo, que de un trago desaparecí otro coñac y me dediqué a sonreír el resto de la noche. Cuando salimos a la calle la luna brillaba amarilla y redonda sobre nuestras cabezas. En el quicio de una puerta, sentado como si fueran las cinco de la tarde y no las tres de la mañana, un ciego tocaba una trompeta.
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Arráncame la vida
Romancenarra la historia de Catalina Guzmán de Ascencio, quien lucha contra la opresión de su esposo, el general Andrés Ascencio, en el México de los años 1930. Catalina, interpretada por Ana Claudia Talancón, se casa desde muy joven con un prominente polí...