capitulo 16

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CAPÍTULO XVI Conocí a Toña Peregrino cuando Andrés era gobernador. Fueron a Puebla ella y Lara. Los invité a cantar en el cine Guerrero, en una de esas funciones de beneficio social que me gustaba muchísimo organizar. Iban por dos días, pero se quedaron cinco. Los instalé en los cuartos de visita de la casa, los llevé al rancho de Atlixco, les hice toda clase de recorridos turísticos y estuvieron contentos, pero no más que yo. En las noches Agustín tocaba el piano y Toña se ponía a cantar como jugando. Nos hicimos amigas. La llevé con Lupe, mi modista, que era un genio. Le hizo en dos días tres vestidos con colas y capas que le disimulaban la gordura. Ella era divina en cuanto abría la boca, pero los vestidos la ayudaban a llegar al centro del escenario sin sentir envidia por Ninón Sevilla. Yo en cambio las envidiaba a las dos. Desde que Lupe le hizo esos vestidos, Toña no volvió a salir a escena más que con ropa hecha por ella. Como no logró convencer a Lupe de que se fuera a México, entonces ella iba a Puebla con frecuencia. Siempre se quedó en nuestra casa. Le tocó de todo, hasta que un tipo se metiera en su cuarto con un cuchillo diciendo: «Muera Andrés Ascencio.» Por esos días a Andrés le había dada por no dormir nunca en el mismo cuarto. A veces se quedaba en el mío, a veces en el de Checo o en cualquier otro. Y la noche anterior la había pasado en el cuarto de visitas que Toña llegó a ocupar. El hombre se le fue encima a Toña con el cuchillo y a ella lo único que se le ocurrió fue gritar cantando con toda su voz: «Hay en tus ojos el verde esmeralda». El tipo salió corriendo y ella lo dejó ir. No me contó nada sino hasta muchos años después. —¿Pero cómo se te ocurrió cantar? —le pregunté. —Qué otra cosa se me iba a ocurrir si me habías tenido toda la tarde con el estribillo ese del verde que brota del mar, y la boquita de sangre marchita que tiene el coral. Me dormí repitiéndola y de tanto decirla ya no sabía si las borrachas eran las ojeras o las palmeras. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 70 Como nos queríamos, yo estaba segura de que si Juan le decía que era urgente, ella llegaría aunque fuera en camisón. Apenas había yo puesto los hielos en los vasos para whisky cuando oí llegar el coche hasta la puerta. Abrí. Toña entró como un regalo, vestida de azul brillante y con los brazos pelones. Me dio un beso. —Buenas noches, buenas noches —dijo con voz de diosa. ¿Que aquí alguien quiere azuquitar? —¡Toña! —dijo Andrés. Cánteme Temor. —Cómo no, general, pero primero presénteme a los señores —dijo, mirando a Vives como si quisiera recordarlo. Ya sé —le dijo, usted es el director de la sinfónica. Vi su foto. A mí no se me olvida una cara, ¿verdad, hermana? —me preguntó. —Y éste es el diputado Alfonso Peña. Como puedes ver ya lo aburrimos —dije señalando a Poncho que se había quedado dormido sobre el brazo de un sillón de terciopelo. —Mucho gusto —dijo Toña, tomándole la mano y dejándosela caer. ¿Temor, general? Lo malo es que no traigo pianista, así que como salga. —¿Cómo ha de salir Toñita con su voz? —dijo Andrés. —¿Quiere pianista? —preguntó Carlos sentado frente al piano. —¿No me diga que usted sabe de estas músicas? —le dijo Toña. Carlos le respondió tocando los primeros acordes de Temor. —Qué fresco es éste, mira tú —dijo Toña. —¿Ahí está bien? —preguntó Carlos. Toña contestó alcanzando la canción donde iba el piano. —Pero desde el principio Toña —dijo Andrés. Temor de ser feliz a tu lado... —cantó. —No eches a perder todo —le dije yo que me había sentado en un sillón redondo y oía fascinada. —Va, general —dijo Vives y empezaron otra vez. Carlos seguía a Toña como si hubieran ensayado durante meses. No sólo la seguía sino que cuando acababa una canción él unía el final con el principio de otra y Toña entraba en su tiempo como si nada. Estaban jugando, se entendían con los ojos. «Por algo está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti.» —«Yo estoy obsesionada contigo y el mundo es testigo de mi frenesí» —canté con mi voz de ratón que no se aguantó las ganas de participar. Toña asintió con la cabeza y con un brazo me hizo la seña de que me acercara. Me senté en la banquita del piano junto a Carlos y él saltó de esa canción que imaginé escrita para mí a los acordes de La noche de anoche. —«Ay qué noche la de anoche» —entró Toña. «De momento tantas cosas sucedieron que me confundieron.» —«Estoy aturdida, yo, yo que estaba tan tranquila, disfrutando de la calma que nos deja ese amor que ya pasó» —canté con todo lo que tenía de voz y me recargué en Carlos que por un momento quitó una mano del piano y me acarició la pierna. —Ahora la que está echando a perder todo eres tú, Catalina —dijo Andrés. Cállate, deja actuar a los grandes. No le hice caso. Seguí: «pero ¿qué tú estás haciendo de mí?, que estoy sintiendo lo que nunca sentí?» Mi voz parecía un silbato junto a la de Toña pero yo la seguía. «Te lo juro, todo es nuevo para mí.» Hasta llegué a sentir que era mía su voz sobre mi voz. —«Que me hizo comprender que yo he vivido esperándote» —dijimos y yo dejé caer la cabeza sobre el piano. Pum, se oyó como final de La noche de anoche. —Catalina, deja de estar chingando —decía Andrés. El borracho soy yo. Cenizas, Vives —pidió. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 71 —Si, Cenizas —dije yo. —Pero tú cállate, Catín —dijo. —Si, mi vida —le contesté. «Después de tanto soportar la pena de sentir tu olvido» —cantó Toña. —«Después que todo te lo dio mi pobre corazón herido» —seguí con ella, que se paró atrás de mí y me puso las manos en los hombros. —Catalina no jodas —volvió a decir Andrés. —Más jodes tú con tus interrupciones —le dije y alcancé a Toña en «por la amargura de un amor igual al que me diste tú». —Papapapa —dije, parándome a palmear sobre el piano. —«Ya no podré ni perdonar ni darte lo que tú me diste» —seguimos. —«Has de saber que en un cariño muerto no existe el rencor» —sentenció lento Andrés desde un sillón, señalando con el dedo a quién sabe quién. —«Y si pretendes remover las ruinas que tú mismo hiciste, sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor.» —terminamos. —Mamadas —dijo Andrés. —«Canta, si olvidar quieres corazón» —cantó Toña siguiendo la música de Carlos. —«Canta, si olvidar quieres tu dolor» —cantó Carlos mientras tocaba dando golpes breves. «Canta, si un amor hoy de ti se va. Canta, que otro volverá.» —Parará, parara, parará —canté yo y dejé el banco para bailar, dando vueltas. Vives se reía y Andrés se quedó dormido. —Arráncame la vida —pedí mientras seguía bailando sola por toda la estancia. —«Arráncala, toma mi corazón» —cantó Toña siguiendo al piano de Carlos. —«Arráncame la vida, y si acaso te hiere el dolor» —me uní a ellos sentándome otra vez junto a Carlos. Tenía razón Andrés, yo arruinaba sus voces pero no estaba para pensarlo en ese momento. —«Ha de ser de no verme porque al fin tus ojos me los llevo yo» —dije recargándome en el hombro de Carlos que cerró con tres acordes a los que Toña rebasó sosteniendo el «yo» del final. —¡Qué bárbara, Toña —dijo, mis respetos! —¿Y ustedes qué? —preguntó ella. ¿Se quieren o se van a querer? Dejamos a Andrés durmiendo y nos fuimos al jardín a ver salir el sol. —Señora, ¿llevo al diputado a su casa? —preguntó Juan, que estaba parado en la puerta del recibidor. —Por favor, Juan. Y al general a su cama. Es usted un santo. —Después regrese por mí —dijo Toña. No me quiero quedar al desayuno. Había pasado como una hora desde que el sol salió anaranjado entre los árboles, cuando Checo llegó al fondo del jardín, descalzo y en piyama. —¿Por qué estás vestida como ayer, mamá? —preguntó. Ponte tus pantalones. ¿No vas a ir a montar? —Vámonos, director —dijo Toña, palmeando el hombro de Carlos que se había puesto ojeroso y guapísimo. Adiós, hermana, que montes bonito. Te va a caer bien el aire. Carlos me dio un beso de lado mientras ponía sus manos sobre mis hombros: —¿Mañana? —preguntó. —Mañana —le contesté y nos separamos. El y Toña caminaron hacia el auto. Checo y yo hacia la casa. —Oye —gritó Carlos desde la reja, ya es mañana. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 72 Cuando volvimos de montar, yo estaba medio mareada. Me bajé del caballo queriendo un jugo de naranja. Lucina me lo llevó hasta la puerta del jardín en donde me había sentado a sobarme las piernas mientras le contestaba cualquier cosa a Checo. —Dijo el general que en cuanto llegara usted subiera a verlo —avisó Lucina. Subí los escalones de tres en tres, ensuciándolos con el Iodo de las botas que no me quité hasta entrar a la recámara de Andrés. Ahí me senté sobre la cama destendida y empecé a jalonearlas. —¿Puedo abrir las cortinas? No se ve nada. —Ten piedad de un crudo estreñido —contestó Andrés, dando vueltas sobre la cama hasta alcanzarme la cintura. Cuéntame de qué hablaron ayer Cordera y Vives —dijo sobándome la espalda. —Del concierto. —¿Y de qué más? —Vives le preguntó a Cordera por el Congreso, pero Cordera no le contestó nada importante. —¿Cuánto tiempo hablaron? ¿Qué le contestó? —Sólo le dijo que iba bien y que la elección del líder la decidían las bases. —No me inventes. ¿Qué dijo de importante? —Nada mijo. Se fue a los cinco minutos. —Entonces tú y Vives qué hicieron todo el demás tiempo. No me inventes. Vives y Cordera hablaron más. Si ustedes regresaron como a las dos horas. —Nosotros caminamos —le dije. ¡Qué jardines hay en Los Pinos! —Hablas como si ayer los hubieras descubierto. ¿Quieres vivir ahí? Cuéntame de qué hablaron Vives y Cordera. —General, si alguna vez los oigo hablar te prometo reproducirte la conversación, pero ayer se dijeron cuatro cosas. —Dímelas. Acuérdate exactamente qué dijeron, porque hablan en clave. —Estás crudo o sigues borracho. ¿Cómo que hablan en clave? —¿No quedaron de verse? —preguntó. —Un día de éstos. —Eso quiere decir que el jueves —dijo. —Estás loco —contesté, forcejeando con la bota que se me atoraba siempre. —¿No has dormido? —preguntó. —Un rato. —¿Y a qué se debe la euforia? Tú duermes tres días por cada desvelada y apenas te repones. ¿Cómo es que fuiste a montar? —Me lo pidió Checo. —Te lo pide todos los días. —Hoy quise ir —dije, sacando la bota y estirando las puntas de los dedos. —Estás muy rara. —Me divertí ayer, ¿tú no? —No me acuerdo. ¿Te dio por cantar o lo soñé? —Me dio por cantar Arráncame la vida. Canté otra vez. —Cállate. Te oigo multiplicada por cinco. —Duerme... ¿Para qué despiertas? Es domingo. —Por eso despierto. Torea Garza. —Falta mucho para las cuatro. Duérmete. Yo te despierto a las dos. —No me da tiempo. Invité a comer gente a la una. ¿Vas a venir en la tarde? —Nunca me invitas. —Te estoy invitando. —No me gustan los toros. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 73 —¡Qué aberración! Vienes. —Como quieras —dije besándole la cabeza y tapándolo como si quisiera amortajarlo. Después fui de puntas hasta la puerta y lo dejé durmiendo. En Las Lomas tenía un baño tres veces más grande que la recámara, con las paredes cubiertas de espejos y un tragaluz que hacía entrar el mediodía en el cuarto con la misma fuerza con que entraba en el jardín. Alrededor de la tina, en la que podían caber cinco gentes, había muchas plantas. El baño era mi rincón favorito, ahí me escapaba a estar sola. Esa mañana entré corriendo, abrí las llaves del agua y me desvestí aventando la ropa. Recuerdo mi cuerpo de entonces metido en el agua caliente, entre las plantas, boca arriba, con la cabeza mojada y la cara fuera viendo pasar las nubes por el pedazo de cielo que cabía en los cristales del tragaluz. —¿Y ahora qué hago? —dije, como si tuviera una confidente bañándose conmigo. Puedo salir corriendo. Dejar al general con todo y los hijos, la tina, las violetas, la cuenta de cheques que nunca se vacía. Me quiero ir con Carlos —dije enjabonándome la cabeza. Ahora mismo me voy. Lorenzo Garza ni qué Lorenzo Garza, a ver crímenes y a oír mentadas otro día. Hoy me cambio de casa, duermo en otra cama y hasta de nombre me cambio. ¿Y si no me acepta? Si, me acepta. El preguntó ¿mañana? El dijo ya es mañana. Pero no quiso que nos fuéramos al mar, me devolvió, nunca tuvo en la cabeza quedarse conmigo. No me quiere. Le caigo bien, lo divierto, pero no me quiere. ¿Si toco y no me abre? ¿Si tiene una novia llegando de Inglaterra? A la chingada. Salí de la tina, me envolví una toalla en la cabeza, caminé hasta el espejo y le sonreí. 

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