CAPÍTULO IX Nunca entendía cómo llegó Fito a secretario de la Defensa, pero tampoco había entendido que llegara a subsecretario y que cuando Andrés lo llevó a firmar como testigo de nuestro casamiento ya fuera director de quién sabe qué. También Andrés se sorprendió cuando aparecieron en las paredes de las casas del Distrito Federal unos manifiestos que firmaba el general Juan de la Torre, en los que se sugería como candidato a la presidencia de la República a Rodolfo Campos. Creo que el mismo Rodolfo estaba sorprendido, porque declaró rápidamente que se trataba de una burda maniobra y que él vivía dedicado exclusivamente a colaborar con el general Aguirre sin ninguna aspiración posterior. Yo le creí. ¿Qué aspiración posterior iba a tener el pobre cuando ni siquiera su mujer lo respetaba? Así tan mochita como se veía, a los ocho días de casada escapó con el médico del regimiento en que Fito era pagador. Nomás se fue una mañana y ni aviso dejó. Si no es porque alguien le pasa el chisme, quién sabe a qué horas se hubiera enterado su marido. Hace poco me contó un viejo que estaba en el regimiento que cuando Rodolfo lo supo fue con su general y se le puso a llorar comentando su desgracia. —Ándele, sargento —dijo el general, lo autorizo a que agarre un pelotón, los alcance y los ajusticie a los dos como se merecen. —No, mi general —dijo Fito, si lo que yo quisiera es nada más que usted mandara un juez de paz que los amoneste para que vuelvan. El general les mandó el juez y volvieron. Cuando Chofi bajó del caballo, Rodolfo se le echó a los pies llorando y preguntándole qué daño le había hecho para merecer su abandono. Le pidió perdón y le besó los tobillos delante de todo el mundo, mientras ella con las manos en la cintura no se dignó siquiera bajar la cabeza. Siempre fue altanera la Sofía y dicen que alguna vez guapa. Pero yo lo dudo. Lo que sí hizo, según su marido pasaba de un cargo a otro, fue cambiar la cachondería por el rezo. Si cogía con algún cura nunca se supo y en la cara no se le notó jamás. Nunca se me va a olvidar el día que se convirtió en candidata a la presidencia porque fue el mismo que llegó Tyrone Power al país. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 42 Yo acompañé a Mónica hasta el aeropuerto porque coincidió con que Andrés quiso que le hiciera a Chofi una visita de cortesía. Mónica se había hecho las ilusiones de esperar a Tyrone Power en las escaleras del avión, pero cuando llegamos al aeropuerto montones de mujeres tenían exactamente los mismos planes. Como su marido tenía tanto tiempo enfermo, ella llevaba años guardándose las ganas de coger mientras hacia vestidos y negocios. En cuanto vio a Tyrone Power le salieron todos los deseos y se puso como una fiera. Me dejó parada cerca de los mostradores de las aerolíneas y se metió entre la marabunta de mujeres dando empujones y patadas. En dos minutos estaba encima del pobre hombre: —Tyrone, veo todas tus películas —le gritaba. Como llegó antes que la multitud, alcanzó a darle un beso que él contestó con su estudiada sonrisa de muñeco. Después no pudo volver a sonreír, tuvieron que sacarlo del aeropuerto entre los bomberos y la policía. Las mujeres lo dejaron sin saco y sin un solo botón en la camisa. Cuando lo vi salir levantado en vilo por los bomberos, llevaba los pelos parados y le faltaba un zapato. Mónica tenía una cara de gatita satisfecha que daba gusto verla. No he conocido mucha gente que sea feliz con tan poco. Del aeropuerto nos fuimos a casa de Chofi. La encontramos muy arreglada, cosa que me pareció rara porque casi siempre a la una seguía en chanclas y bata. Ese día ya estaba peinada muy propia con unas anchoas apretaditas y vestida de oscuro. No se le podía pedir la completa elegancia y por eso me pareció una exageración de Mónica notar que los prendedores de brillantes tan grandes como el que se puso entre las tetas no se usaban de día. Estaba sentada en un sillón de su sala Luis XV dejándose retratar por varios fotógrafos. Cuando se fueron yo supuse que había que felicitarla, pero no supe la razón. Se la pregunté al último fotógrafo que pasó junto a nosotros y me dijo que Martín Cienfuegos, el gobernador de Tabasco, había firmado un pacto con políticos de varias partes del país para sostener la candidatura del general Rodolfo Campos a la Presidencia. Chofi parecía una lechuga, nos enseñó los botones con la foto de su marido que acababan de llegar de una fábrica en Estados Unidos y habló de los comités pro general Campos que empezaban a formarse en muchas partes del país. Supuse que Andrés lo sabía todo y que me había mandado ahí sin explicaciones pare que yo no me negara a visitar a Chofi como si fuera la primera dama de su corte. Estaba furiosa contra él, pero oí las historias de la Chofi con una sonrisa beatífica y cuando terminó me di el lujo de expresarle mis felicitaciones y pedirle que aceptara las de Andrés, a quien asuntos locales habían imposibilitado el traslado inmediato a los brazos de su compadre. Después me despedí alegando que quería volver con luz a Puebla. —Así que nos esperan seis años de este tedio —dijo Mónica en la puerta. ¡Qué horror! Prefiero el indigenismo. Fuimos a comer al Tampico. Mónica se dedicó a coquetear con todos los señores de las mesas cercanas hasta que al fin de la comida el mesero llegó con una botella de champagne que no hablamos pedido, la noticia de que la cuenta estaba pagada y dos rosas con una tarjeta que decía: «Acepten ustedes la sincera admiración de: Mateo Podán y Francisco Balderas.» Busqué a Balderas que era secretario de Agricultura y había comido varias veces en mi casa. Estaba sentado no muy lejos, en una mesa para dos con un hombre de nariz aguileña y ojos profundos al que supuse Mateo Podán, periodista al que Andrés odiaba. —¿Dices que el de la derecha también quiere ser presidente? —preguntó Mónica. Perdóname amiga, pero ojalá y se le haga. Acabaron en nuestra mesa platicando. Mateo Podán tenía una lengua rapidísima y cruel con la cual se dedicó a describir al compadre Campos como si yo fuera Dolores del Río o cualquier otra mujer menos la esposa de su compadre Andrés Ascencio. Balderas se encantó con Mónica y acabó pidiéndole su dirección y otras cosas. Salimos del restorán como a las siete. Llegamos a Puebla tan tarde que el marido de Mónica estuvo a punto de perder la parálisis para levantarse a golpearla, y el mío ya estaba al tanto de todo, hasta de que me habían gustado las manos largas de Podán. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 43 —¿Quién te autorizó a irte de cuzca? —preguntó cuando entré cantando a nuestra recámara como a las doce. —Yo me autoricé —le dije con tal tranquilidad que tuvo que aguantarse la risa antes de iniciar un griterío que terminé después de ponerme el camisón cuando le dije: —No te exaltes. ¿A poco estás tan seguro de que el gordo puede ser presidente? Mejor prende varias velas. Y quítame a los guardaespaldas. No valen lo que les pagas. De todos modos yo juego en tu equipo y ya lo sabes. A principios del año siguiente la candidatura de Rodolfo se hizo inevitable, sobre todo después de que mataron al general Narváez, que según Andrés se lo merecía por pendejo y por necio. ¿A quién se le ocurre levantarse en armas contra el gobierno? Rodolfo, como secretario de la Defensa, giró instrucciones para que los soldados fueran magnánimos con los prisioneros y aceptaran la rendición de los pocos hombres que seguían en armas. Luego renunció para evitar que se dijera que aprovechaba el cargo para conseguir adeptos. —Está loco este cabrón —dijo Andrés. Se va a quedar como el perro de las dos tortas. Para entonces ya había pensado que no le convenía su compadre presidente. Hasta dio en agradecerme las cortesías con Balderas y quiso que lo invitáramos a cenar con Mónica. También invitamos a Flores Pliego y después a todo el gabinete uno por uno. Pero ya lo de Rodolfo estaba muy encarrerado. En Veracruz se reunió una junta de 24 gobernadores a su favor y Andrés tuvo que ir. Mordiéndose un huevo, como dirían los señores, pero fue. De ahí regresó pendejeando a su compadre de la puerta de nuestra recámara para adentro y celebrando sus éxitos de la puerta para afuera. Al que desde entonces dejó de querer para siempre fue a Martín Cienfuegos. No soportó que se le adelantara en el destape y que jamás hablara con él de eso más que para comunicárselo como un hecho. Para colmo, Rodolfo encontró en Cienfuegos un amigo y hasta dejó de consultar con Andrés el montón de cosas que habitualmente le consultaba. Sólo hasta que se formó un Comité Revolucionario de Reconstrucción Nacional que sostenía la candidatura del general Bravo, Fito recordó que tenía un compadre inteligente y hasta nos visitó en Puebla para hablar con él. Al mismo tiempo pasó por la ciudad el coronel Fulgencio Batista, que acababa de subir al poder en Cuba. El y Rodolfo desayunaron en nuestra casa. —¿Sabes cuándo va a dejar el poder el héroe de la democracia cubana? —me preguntó Andrés cuando se fueron. Nunca. Ese cabrón si no lo sacan a tiros se pasa ahí cuarenta años. Yo le contesté haciendo chistes sobre sus ganas de que en México fuera posible hacer lo mismo. —Claro que me gustaría —dijo, entonces sí ni el pendejo de Fito mi compadre, ni su amigo Cienfuegos se suben a la silla del águila antes que yo. Pero por pinches seis años meterse en tanto lío, mejor me construyo un podercito duradero y me acaba haciendo los mandados el presidente más gallo. Hablaba así para espantarse la marabunta de adhesiones que le caían a su compadre. Una tarde jugando dominó le dijo pendejo y le aseguró que no sería presidente. A los tres días se organizó un encuentro de gobernadores que en cargada se manifestaron por Campos para presidente. Andrés en lugar de ir al pleno en el cine Regis, se fue a una comida que organizó Balderas para la prensa, en la que éste afirmó que no serían posibles unas elecciones democráticas porque estaba seguro de que los gobernadores violarían el voto. Unos días después, los trabajadores de la CTM decidieron apoyar a Fito, y la convención de la CNC en la Arena México acabó con los campesinos agitando matracas y sombreros al grito de ¡Viva Campos! Volvimos a Puebla. Andrés andaba como pollo mojado. Yo ni le hablaba. Nada más lo oí rezongar y maldecir. Una mañana leyendo el Avante le mejoró el humor. Cuando salió de la casa chiflando, recogí el periódico con más curiosidad que nunca. No entendí qué le había dado gusto, porque estaba lleno de acusaciones contra él y su compadre. Los hermanaba asegurando que el tan aplaudido candidato a la presidencia era cómplice del gobernador en los crímenes de Arráncame la vida Ángeles Mastretta 44 Atencingo y Atlixco, que tenía una casa cercana al ingenio de Heiss construida en tierras que habían sido ejidos, que Rodolfo y Andrés estaban coludidos con Heiss para sacar dinero del país y que se sabía que entre ambos tenían más de seis millones de pesos depositados en dólares en bancos gringos. Terminaba diciendo que la ley de responsabilidades de los funcionarios debería aplicarse antes que nombrar candidato a un saqueador cómplice de un gobernante culpable de muchas muertes por más que el silencio y el miedo las cubrieran. Al poco tiempo el mismo Avante denunció la desaparición de su director, don Juan Soriano, rogando a la opinión pública se uniera para demandar al gobierno su pronta aparición. Unos días después se encontró su cadáver tirado en la hacienda de Poloxtla cerca de San Martín. Todos los periódicos de México publicaron protestas y manifiestos en los que se culpaba del crimen al gobernador Ascencio. Me tocó presenciar la entrevista con el enviado de Excélsior, a quien Andrés aprovechó para decirle que ya había solicitado al Senado de la República su intervención en el caso. Que se ponía en sus manos y prometía justicia. El siguiente fin de semana Rodolfo apareció en la casa de Puebla. Yo estaba sentada en el patio frente a la puerta y lo vi entrar caminando despacio. —¿Qué tal comadre? —dijo muy afectuoso dándome un beso. ¿Tu marido? Lo acompañé hasta el fondo del jardín. Andrés estaba en el cuarto de juegos ganándole a Octavio en el billar. Marcela pasaba las cuentas que cuelgan de un alambre y van marcando los puntos, haciéndose cómplice de su hermano que como todos sabíamos se dejaba ganar por Andrés. —Compadre —dijo Rodolfo desde la puerta con una firmeza que yo le encontré nueva. —Compadre —contestó Andrés caminando hacia él. Se abrazaron. —¿Y ahora qué? —le pregunté tras despedir a Rodolfo esa tarde. —Ahora a ser presidentes —me contestó. Todavía recuerdo el resto de ese año y todo el siguiente con la sensación de haber caído en un remolino. Andrés me nombró su representante. Me la pasé metida en juntas, mítines, actos cívicos y todas esas cosas que me hartaban. Compré una casa en Las Lomas. A veces me pertenecía entera. Los hijos y Andrés estaban en Puebla de lunes a viernes. Los fines de semana sólo llegaban Octavio y Marcela dizque para suplirme. —¿Catín, podemos cambiar las dos camas que hay en mi cuarto por una sola más grande? —me dijo Marcela un día. Acepté por supuesto. Desde entonces y hasta la fecha ellos duermen en la misma cama. Al principio su padre se empeñaba en casar a Marcela. Octavio me rogó siempre que me hiciera cargo de anular a los pretendientes. Tanto empeño puse que un día Andrés me preguntó: —¿Tú también crees que hacen buena pareja? —y soltó la carcajada. Llegó la convención del partido, Fito se volvió candidato oficial y empezó la gira. El primer lugar que visitamos fue Guadalajara. Ahí, en un parque, Fito tomó la palabra. Defendió a la familia, y habló del respeto que los hijos deben a los padres. Más que candidato parecía cura. Marcela, Octavio y yo nos dábamos de codazos y nos guiñábamos el ojo cuando la cosa se ponía demasiado rimbombante. Agradecí tanto que fueran conmigo. Además de compañía, me daban pretexto para librarme de la calentura que le entró al gordo. De repente, a media noche me mandaba llamar con un militar de los que le prestaba el Estado Mayor Presidencial que ya lo trataba como Presidente. No sabia qué hacer, Fito no se me antojaba ni un poco. Ni aunque lo hubieran hecho presidente del mundo me hubiera gustado tocarlo. Una vez me mandó llamar a media tarde para enseñarme su biografía y la de Andrés publicada por los bravistas en casi todos los diarios. Comenzaban por recordar que Fito había sido cartero y luego volvían con lo de que estuvieron en La Ciudadela y seguían con una carta de Heiss a su gobierno diciendo que para cualquier defensa de los intereses norteamericanos en Puebla Arráncame la vida Ángeles Mastretta 45 contaba con los «Ascencio and Campos boys». Terminaba con una lista más bien precaria de los crímenes familiares. —No te aflijas —le dije. Andrés nunca se preocupó por los que le sacaban cuando su campaña. De todos modos vas a ganar, ¿o no? —Quiero que vengas conmigo al desfile —contestó agachando la cabeza. Al día siguiente mandó por mí a la casa. El chofer me entregó un ramo de flores que llevaba una tarjeta diciendo: «Por regalarme la suerte este primero de mayo,» Vimos el desfile del día del Trabajo desde el balcón de las oficinas de la CTM en Madero: Álvaro Cordera, delgado y fino, de pie junto a Fito que llevó la cara de siempre, regordeta, sonriente a medias, agazapada por completo. Todo fue bien hasta que empezaron a desfilar los ferrocarrileros vitoreando a Bravo y aventando naranjas podridas al balcón en que estábamos. Creí que Rodolfo iba a empezar a hacer pucheros, pero en vez de eso agudizó la solemnidad de sus aburridas facciones y permaneció firme, sin perder la media risa, de pie junto a Cordera. Me había puesto un vestido de gasa clara. De pronto una naranja se estrelló contra mi falda. Dada la ecuanimidad de Rodolfo pensé que lo correcto sería también sonreír y no moverme. Eso hice. Cuando terminó el desfile, Fito le preguntó a Cordera si no creía que mi actitud era comparable a la de una reina sabia, Cordera, con coda tranquilidad dijo que sí. —Sofía nunca hubiera aguantado. ¡Qué bien escogió Andrés! —dijo Fito. Eres una mujer cabal y valerosa —siguió diciendo cuando íbamos en el coche rumbo a mi casa. Cuando llegamos me acompañó hasta la puerta y se despidió besándome las manos y la falda manchada. —¿Será que él escribe sus discursos? —me pregunté mientras subía las escaleras yendo a mi recámara. Es tan cursi que bien podría dedicarse a escribir discursos. En la tarde llamó Andrés para darme las gracias. Completó la otra mitad del discurso en torno a mis glorias. —Eres una vieja chingona. Aprendiste bien. Ya puedes dedicarte a la política. Mantenme así al Gordo —dijo. Lo imaginé sentado frente a su escritorio lleno de papeles que nunca leía. Casi vi su boca echando carcajadas de agradecimiento. Algo de él me gustaba todavía. —¿Cuándo vienes? —dije. —Ven tú mañana, el día cinco llega el Presidente Aguirre. Fui. El desfile salió perfecto. Miles de niños vestidos con trajes regionales cruzaron frente a nosotros en una marcha de colores disciplinados y brillantes. Aguirre le agradeció a Andrés, doña Lupe fue conmigo al hospicio y donó los desayunos de los próximos seis meses. Luego subimos a un coche que nos llevó a la sierra. Ahí Andrés había organizado una fila de indios dispuestos a pedirle cosas al Presidente. Pasamos la tarde oyéndolos. Como a las ocho me llevé a doña Lupe a cenar café con leche y pan dulce. A las once volvimos a encontrar a su marido oyendo indios. Junto a él, Andrés chupaba su puro inmutable y complacido. Doña Lupe y yo nos fuimos a dormir. Eran las cuatro de la mañana cuando mi general entró al cuarto que compartíamos. —Cabrón incansable —protestó metiéndose en la cama. Me abrazó. Se me andaba olvidando lo buena que estás —dijo. —Tanta otra vieja con que andas —le contesté. —No profanes, Catín. Si eres tan lista, mejor no digas nada. —¿Qué sentirán los presidentes cuando se les va acabando el turno? —dije. Pobre general Aguirre. —¿No digo bien que estás buenísima? —me contestó.
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Arráncame la vida
Romancenarra la historia de Catalina Guzmán de Ascencio, quien lucha contra la opresión de su esposo, el general Andrés Ascencio, en el México de los años 1930. Catalina, interpretada por Ana Claudia Talancón, se casa desde muy joven con un prominente polí...