capitulo 21

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CAPÍTULO XXI Al año se casaron en el rancho de Atlixco. Fue todo México. Desde el padrino Presidente con los secretarios de Estado, hasta los jefes de zona militar, quince gobernadores, todos los poblanos ricos y Lucina y Juan que terminaron abrazados a media pista sin que nadie se metiera con ellos. No se me olvida la Lili bailando con su padre, apoyada en él como si le gustara su protección, dejándose llevar de la cintura por todo el centro del inmenso jardín; árboles viejos de siglos y un río al que le echaron flores por la mañana en Matamoros para que a las tres de la tarde estuvieran pasando por el rancho de San Lucas, donde se casaba la primera hija del general Ascencio. Me encargué del traje de Lilia. Estaba preciosa metida en todas esas organzas. Bailaba con su padre echando la cabeza hacia atrás, girando los pies rápido para seguirlo en el paso doble. Luego la orquesta tocó Sobre las olas y Andrés se la entregó a Emilito para que la abrazara mientras oían »su canción». No sé cuándo inventaron que ésa era su canción, aunque a Lilia le daba lo mismo, se aferraba como la mejor actriz a los papeles que le iban tocando. Daban vueltas por la pista mientras la gente aplaudía. —¡Beso! ¡Beso! ¡Beso! —tras un rato de mirarse y mirar al suelo se tocaron las bocas un segundo y volvieron a bailar en silencio. Andrés regresó a sentarse en la mesa que compartíamos con los consuegros. Pidió coñac, sacó un puro y empezó a echar humo. —Mi querido consuegro —dijo: ¿estamos en lo de las estaciones de radio? —Cómo no vamos a estar, consuegro —le contestó don Emilio estirando la risa. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 94 —Qué bonito ha salido todo, Catalina, la felicito —dijo mi consuegra. —Es usted muy amable, doña Concha —contesté descubriendo la cara de un tipo guapísimo sentado en la mesa de la Bibi y el general Gómez Soto. —Para nada —dijo doña Concha. Meterse en todo este trabajo por una niña que no es suya. ¿Quién es la mamá de Lili? —Hasta donde a mí me importa, yo soy su mamá, doña Concha —dije. Bibi notó que miraba hacia su mesa con curiosidad y se acercó a salvarme de la consuegra. Fui con ella hasta el tipo elegantísimo como Clark Gable que se levantó y extendió la mano: —Quijano, para servirle —dijo. —Gracias —contesté. —¿No conocías a Quijano, Catalina? —preguntó el general Gómez Soto. Es poblano y se ha vuelto famoso como director de cine. Empezamos una, conversación sobre películas y artistas. Me invitó a ver el estreno de La dama de las camelias, su primera película, y acepté contando cuánto le gustaba a mi madre y lo que significó para mi casa la existencia de esa novela. Se rieron. —De veras, era la Biblia. En mi casa nadie podía toser sin que se creyera que de ahí podía deslizarse fatalmente a la otra vida. Mi madre tenía jarabe de rábano yodado en cada cuarto de la casa. Uno tosía y ella sacaba su cucharada y la libraba de la muerte terrible de Marguerite Gautier —dije. Bailamos. Ante los conversadores ojos de Andrés pasé bailando abrazada de aquel hombre perfecto. No vi que se molestara, pero me hubiera gustado bailar así con Carlos alguna vez. —¿Cambiamos? —dijo Lilia cuando estuvimos junto a ella y Emilito. Solté a Quijano y traté de seguir los bailoteos de Emilito. Pensé en Javier Uriarte, en lo que nos hubiéramos divertido, y sentí rabia. Volvió Lilia: —¿Cambiamos? —y soltando a Quijano se puso a bailar conmigo mientras los dos hombres se quedaban parados a media pista. —Está guapísimo. ¿De dónde lo sacaste? —Loquita, te quiero mucho —le dije. —Para que lo digas —me contestó. La besé y volvimos a bailar con nuestras parejas. Quijano me Llevó dando vueltas por la pista, y yo disfruté con lo bien que lo hacíamos. No perdíamos nunca el paso, como si hubiéramos ensayado toda la vida. La tarde empezó a enfriar y Lilia llegó a decirme: —Ya me voy. Emilio no se quiere quedar hasta la noche y el pozole. ¿Me acompañas a cambiarme? —La espero —dijo Quijano, acompañándome hasta la orilla de la pista. Le di las gracias y fui con Lilia a la casa de la hacienda. En su recámara había cuatro maletas a medio hacer, todas abiertas en un desorden que parecía irreversible. Le desprendí el velo y el tocado. Cuando se sintió libre de los pasadores agitó la cabeza y salieron volando los tules y las flores. Se soltó la melena negra hasta media espalda y respiró como si hubiera estado conteniendo el aire durante horas. Se bajó de los tacones y tironeó el vestido para salir de él. Quise ayudarla a desabrocharse cuando ya estaba en fondo a medio cuarto. Se lo trepó para sacarlo por la cabeza. Tenía las piernas largas y morenas metidas en unas medias claras. A la mitad de un muslo se había puesto una liga de las antiguas; un resorte forrado de satín blanco y encajes. Le conté una vez que en tiempo de mi abuela se usaba bajar la liga hacia el suelo y antes de que cayera hacer que otra mujer metiera el pie y la salvara de caer. Con ese juego la novia pasaba su buena suerte y la otra mujer encontraba novio y casamiento. —Ven, te doy la liga —me dijo brincando en calzones y sostén. —Yo ya tengo marido —dije. —Para que tengas otro. Dejó caer la liga, la recogí en el aire con la punta del pie. Un momento tuvimos los pies unidos por el resorte de encajes, luego ella dio un brinco y sacó el suyo. Trepé la liga hasta el muslo subiéndome el vestido. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 95 —Siempre me han gustado tus piernas —dijo Lilia, metiéndose en la falda de su traje sastre. Era de tergal y le caía perfecto. Se puso una blusa de seda roja y encima el saco azul marino de la misma tela que la falda. Perdió un zapato. Lo encontramos abajo de una maleta. —Tienes chueca la raya de las medias —dije. —Tú siempre con que tengo chuecas las rayas —dijo, parándose de espaldas frente a mí para que yo se las enderezara como cualquier otro día. Me agaché hasta sus piernas. —¿Entonces qué? ¿Me pongo y ya? —preguntó. —Te pones dónde? —dije. —Abajo de él. —Abajo y que se dé de saltos —dije, y la besé. —Dame la bendición, entonces. Como cuando era yo chica y te ibas de viaje —dijo al oír a Emilio llamándola. Era curiosa y mandona como su padre. Y como su padre una arbitraria perfecta. Le puse la punta de la mano extendida en la frente y luego la bajé hasta su pecho y fui de un hombro a otro mirándola aguantar la risa y la emoción, los ojos húmedos y los cachetes rojos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que te vaya bien con todo y sobre todo con el Espíritu Santo. Me quedé sentada en el suelo hasta que un mozo entró a preguntarme si podía bajar las maletas. Entonces me levanté a cerrar el desorden que había dejado Lilia y salí del cuarto junto con las maletas. Abajo en el jardín había un griterío por los novios que se irían en el Ferrari, regalo de Andrés a su hija. Lo habían pintado con bilé diciendo «recién casados» y tenía botes amarrados a la salpicadera para que fueran haciendo ruido al rodar. Lilia subió al coche y se despidió con la mano como artista de cine. Sus hermanos se acercaron a besarla. El único que parecía sobrar era Emilito mirando al fondo del jardín como si esperara algo. —Adiós —dijo Lilia estirando la boca para besar a su padre que presidía el jolgorio de la despedida. Emilito señaló un Plymouth negro que se estacionó detrás: —Nos vamos en aquél, mi vida. Ya están allá las maletas. Los viejos Alatriste se acercaron a despedirse, besaron a su hijo y doña Concha se puso a llorar. Lili no se había movido del Ferrari. —Bájate, Lilia —dijo Emilito. —Me quiero ir en éste —contestó ella. —Pero nos iremos en el otro. —Si te pones así mejor cada quien en el suyo —dijo Lili. Se corrió al volante del Ferrari y lo hechó a andar. Los botes hicieron un ruido terrible y el Ferrari desapareció escandalosamente por el portón de la calle. —Esa es hembra, no pedazos —dijo Andrés para aumentar la ira de Milito que salió tras ella en el otro coche. Luego me ofreció el brazo, preguntó dónde había estado y fui con él a bailar. Cuando volvimos a la mesa principal, ya no estaban ahí doña Concha ni su marido. —Vamos a dar las gracias —ordenó Andrés, tomando una botella de champaña y dos copas. Fuimos a brindar de mesa en mesa. Con un discurso especial para cada quien agradecimos la presencia y los regalos, Andrés era un genio para eso. Cuando abrazó solemnemente a su compadre, Rodolfo dijo que debía volver a México. Estaba con él Martín Cienfuegos y se irían juntos. Lo dijeron y Andrés acentuó el gesto de cordialidad y brindó con el secretario de Hacienda. Se detestaban. Cada uno estaba seguro de que el otro era su peor rival en el camino a la presidencia, y en los últimos tiempos, Andrés mucho más seguro que Cienfuegos. Los acompañamos hasta la puerta del jardín. —Este lamegüevos de Martín está convenciendo al Gordo de sus encantos. Y el Gordo que necesita poco, con la pura casa que le regaló tiene para darle la presidencia y las nalgas muerto de risa —dijo Andrés, cuando regresábamos a las mesas. Lo dijo con rabia, pero por primera vez también con pesar. En la mesa de la Bibi, Gómez Soto estaba borrachísimo diciendo gracejos incomprensibles. Quijano se levantó al vernos. —¿Se fue la niña? —me preguntó. —Se fue —contesté. —Qué bien bailan estos dos —le dijo Gómez a mi general señalándonos. Yo y tú ya estamos viejos para bailar así. —Viejo estarás tú —dijo Andrés. Yo todavía cumplo como es debido. ¿Verdad, Catín? Traté de sonreír con elegancia. —¿Verdad, Catalina? —volvió a decir. —Claro que sí —contesté sorbiendo mi champaña como si fuera refresco. —¿Estará usted en México? —preguntó Quijano antes de besarme la mano. —Iré pronto —contesté, mientras Andrés discutía con Gómez Soto quién tenia menos años y más hijos. Bibi me miró con cara de «con estas mulas hay que arar» y yo pensé en ir viendo que se calentara el pozole antes de que todo el mundo trajera la briaga de su general. Con el pozole llegaron los fuegos artificiales y otra orquesta. Eran como las cinco de la mañana cuando Natalia Velasco y María Bautista, dos de las que me veían menos en las clases de cocina, se acercaron medio arrastrando a sus maridos para darme las gracias por la invitación. Me despedí con una sonrisa y toda la cortesía que aprendí a manejar como reina después de tantos años de padecerla. No tenía mejor venganza, al menos para casos como ése. Entré a la casa a ver que fueran preparando los chilaquiles, la cecina, el café y los panes para el desayuno. En la cocina había unas cuarenta mujeres dedicadas a echar tortillas y ayudar en la guisada. Me acerqué a la que cuidaba la cazuela en que hervía la salsa de los chilaquiles. —Que no vaya a picar mucho —dije, sin detenerme a mirarla. Alguito si pica —contestó. No se acuerda de mí ¿verdad señora? La miré. Dije que sí y puse cara de que la había visto alguna vez, pero se me ha de haber notado que no sabía yo ni cuándo. —Soy la viuda de Fidel Velázquez, aquel que mataron en Atencingo. ¿Se acuerda que ese día me llevó a su casa? Ahí conocí a doña Lucina y ella me llamó para venir ahora. Seguido la veo y me cuenta de usted. —Y los niños, ¿cómo están? —dije para mostrar que recordaba algo. —Grandes. Ya dentro de poco nada más voy a trabajar para tres. Estoy de hilandera en una fábrica aquí en Atlixco. Y me ayudo con lo que voy pudiendo. Hoy vine aquí, la semana que entra voy a cocinar higos para llevarlos a vender a Puebla. —Yo te compro. Ve a la casa y me llevas los que tengas —dije antes de probar el jitomate y pedirle a Lucina un té y una aspirina porque me dolía la cabeza. Fui a tomarlos al salón que empezaba a llenarse de gente con frío. Ordené que ofrecieran coñac. Tomé una copa y le di tragos rápidos. Luego me quedé dormida en un sillón hasta que alguien llegó a decirme que los invitados querían desayunar. —¿Nos echamos una siesta? —preguntó Andrés cuando terminó de sopear un cuerno en su café. —Nos la echamos —dije. Y me fui a dormir junto a él, por primera vez desde la muerte de Carlos. 

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