capitulo 3

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CAPÍTULO III Se me hizo larga la espera. Andrés pasó cuatro años entrando y saliendo sin ningún rigor, viéndome a veces como una carga, a veces como algo que se compra y se guarda en un cajón y a veces como el amor de su vida. Nunca sabía yo en qué iba a amanecer; si me querría con él montando a caballo, si me llevaría a los toros el domingo o si durante semanas no pararía en la casa. Estaba poseído por una pasión que no tenía nada que ver conmigo, por unas ganas de cosas que yo no entendía. Era una escuincla. De repente me entraba tristeza y de repente júbilo por las mismas causas. Empecé a volverme una mujer que va de las penas a las carcajadas sin ningún trámite, que siempre está esperando que algo le pase, lo que sea, menos las mañanas iguales. Odiaba la paz, me daba miedo. Muchas veces la tristeza se me juntaba con la sangre del mes. Y ni para contárselo al general porque esas cosas no les importan a los hombres. No me daba vergüenza la sangre, no como a mi mamá que nunca hablaba de eso y que me enseñó a lavar los trapos rojos cuando nadie pudiera verme. A la sangre las poblanas le decían Pepe Flores. —¡Qué ganas de tener un Pepe Flores o lo que sea —decía yo— con tal de que les llene el aburrimiento! Cuando me entraba la tristeza pensaba en Pepe Flores, en cómo hubiera querido que fuera el mío, en cuánto me gustaría irme con él al mar los cinco días que cada mes dedicaba a visitarme. La casa de la 9 Norte tenía un fresno altísimo, dos jacarandas y un pirú. En un rincón, tras ellos, estaba el cuartito de adobe cubierto por una bugambilia. Por su única ventana entraba un pedazo de cielo que iba cambiando según el tiempo. Me sentaba en el suelo con las piernas encogidas a pensar en nada. Mónica me había dicho que era bueno beber anís para quitar ese dolor flojito que agarra las piernas, la cintura, lo que sea que uno tenga debajo de la piel llena de pelos. Tomaba yo anís hasta que me salían chapas y hablaba sola o con quien se pudiera. Un valor extraño me llenaba la boca, y todos los reproches que no sabia echarle a mi general los hacía caer sobre el aire. Andrés era jefe de las operaciones militares en el estado. Eso quiere decir que dependían de él todos los militares de la zona. Creo que desde entonces se convirtió en un peligro público y que desde entonces conoció a Heiss y a sus demás asociados y protegidos. Ya ganaban buen dinero. Heiss era un gringo gritón dedicado a vender botones y medicinas. Se había conseguido el cargo de cónsul honorario de su país en México y había inventado un secuestro en la época de Carranza. Con el dinero que el gobierno le pagó por autorrescatarse compró una fábrica de alfileres en la 5 Sur. Era bueno para inventar negocios. Le brillaban los ojos planeándolos. Durante semanas no se cambiaba los pantalones de gabardina y se iba haciendo rico en las narices de los poblanos que lo vieron llegar pobretón y acabaron llamándolo don Miguel. Decían que era muy inteligente y los deslumbraba. Pero en realidad era un pillo. Yo al principio no sabía de él, no sabía de nadie. Andrés me tenía guardada como un juguete con el que platicaba de tonterías, al que se cogía tres veces a la semana y hacía feliz con rascarle la espalda y llevar al zócalo los domingos. Desde que lo detuvieron aquella tarde empecé a Arráncame la vida Ángeles Mastretta 14 preguntarle más por sus negocios y su trabajo. No le gustaba contarme. Me contestaba siempre que no vivía conmigo para hablar de negocios, que si necesitaba dinero que se lo pidiera. A veces me convencía de que tenía razón, de que a mí qué me importaba de dónde sacara él para pagar la casa, los chocolates y todas las cosas que se me antojaban. Me dediqué a llenar el tiempo. Busqué a mis amigas. Pasaba las tardes ayudándolas a bordar y hacer galletas. Leíamos juntas novelas de Pérez y Pérez. Todavía me acuerdo de Pepa ahogada en lágrimas con Anita de Montemar mientras Mónica y yo nos carcajeábamos de tanto padecimiento pendejo. La ayudábamos a coser sus donas. Se iba a casar con un español taciturno y feo que quién sabe por qué le gustó para marido. Nosotras hablábamos muy mal de él cuando ella no estaba, pero nunca nos atrevimos a decirle que mejor lo cambiara por el muchacho alto que a veces le echaba risas a la salida de misa. Total se casó con el español que resultó un celoso enloquecido. Tanto, que a su casa le mandó quitar el piso de los balcones para que ella no pudiera asomarse. El día de la boda de Pepa, para el que me compré un vestido de gasa verde pálido y Andrés me regaló un larguísimo collar de perlas, amanecí exhausta, no me quería mover de la cama. Andrés se levantó a dar sus brincos y luego lo vi salir hacia el baño haciendo el recuento de todas las cosas que tenia que hacer. Me enrosqué en las cobijas pensando que me gustaría ir a la luna. De niña me iba hasta el fondo de la cama y jugaba a decir que andaba en la luna. En la luna estaba, cuando él regresó. —Vas a tener tus días o ¿por qué amaneciste con esa cara de perro moribundo? A ver, te veo —dijo. Ya tienes ojos de vaca. ¿Estarás de encargo? Lo dijo en un tono de orgullo y haciendo tal gesto de satisfacción que me dio vergüenza. Sentí cómo me ponía roja, me volví a tapar con las cobijas y me fui al fondo de la cama. —¿Qué te pasa? —preguntó. ¿No quieres darme un hijo? Oí su voz sobre las cobijas y me toqué los pechos crecidos, haciendo las cuentas que no hacía nunca. Ya tenía como tres meses de no tratar con Pepe Flores. Fuimos a la boda. Todo el tiempo estuve pensando en lo terrible que resultaría ser mamá, por eso no me acuerdo bien de la fiesta. Sólo recuerdo a Pepa saliendo de la iglesia con la frente clara y las flores en la cabeza sobre el velo que le llegaba a la orilla del vestido largo. Estaba linda. Eso dijimos Mónica y yo cuando la vimos salir y nos dimos la mano para aguantar la emoción. —Voy a tener un hijo —le conté al son de la marcha nupcial. —¡Qué bueno! —gritó, y se puso a besarme a media iglesia.

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